El nuevo espíritu nacionalista que arrastraba al mundo demandó completo control del estado. La Iglesia Católica Romana, por otra parte, reclamaba la inmediata fidelidad del clero y el pueblo. La substitución del poder del imperio medieval por el de los estados individuales significaba la agotadora repetición del conflicto entre los poderes que se sobreponían unos a otros. La contienda entre el imperio universal y la iglesia universal fue reemplazada por la batalla entre muchos fuertes estados nacionales y la Iglesia Romana militante. En el continente esto fue particularmente cierto respecto a Francia y Austria. En Francia Luís XIV (1643-1715) consiguió absoluta autoridad, y poco después, María Teresa (1740-80) de Austria se esforzó por el mismo ideal.
La historia principal de la Iglesia Romana entre 1648 y 1789 fue la interacción entre los objetivos eclesiásticos y diplomáticos de Francia y Roma. La actitud religiosa de Luís XIV estaba gobernada por sus objetivos nacionalistas del momento, porque aparentemente él tenía poca convicción religiosa. En 1682 él obligó al clero católico romano de Francia a emitir lo que es conocido como los Artículos Galos, una consolidación directa de los intereses nacionales, al limitar al papa a las cosas espirituales únicamente, y al poner toda la autoridad espiritual final en manos de concilios ecuménicos. El papa, Inocente XI (1676-89) fue uno de los pontífices más capaces y escrupulosos de todo el período, pero él vio al instante la naturaleza subversiva de esta legislación y la combatió acremente. De hecho, era tan grande su odio por Luís XIV de Francia que él podía haber consentido en el derrocamiento del rey católico Jaime II de Inglaterra, en parte por la amistad de Jaime con Luís XIV. El sucesor de Inocente, Alejandro VIII (1689-91), trató de concertar un compromiso con Luís, pero no tuvo éxito. Sin embargo, el siguiente papa, Inocente XII (1691-1700), encontró a Luís de un humor más tratable, y en correspondencia a favores del papa, el rey francés permitió que sus obispos desaprobaran los Artículos Galos.
Persecución de los Hugonotes. — Debe recordarse que los hugonotes (calvinistas franceses) habían recibido la promesa "perpetua e irrevocable" de ciertas libertades según el Edicto de Nantes (1598). La Iglesia Romana consideraba esta tolerancia como deplorable, y trabajó continua y efectivamente para socavarla. Los soberanos católicos de Francia durante la mayor parte del siglo diecisiete fueron acremente hostiles a los hugonotes y esperaron solamente la oportunidad de destruirlos. En el terreno de la política práctica los hugonotes mejoraron su situación al apoyar al gobierno en medio de las sublevaciones populares, y recibieron a su vez las alabanzas de Luís XIV. En 1656 el clero católico protestó con Luís XIV por los privilegios concedidos a los hugonotes. El rey mostró su verdadera desconfianza de los hugonotes votando contra ellos, particularmente después de 1659. La persecución empezó, y fue tan malvada como podía ser, tramada por la perversidad del absolutismo Borbón combinada con el carácter vengativo del fanatismo jesuita.
En octubre de 1685, el Edicto de Nantes, el título original de libertad de los protestantes franceses, fue revocado con las mismas palabras sin significado que la habían producido: un "edicto perpetuo e irrevocable". Todas las casas de culto protestante debían ser destruidas y las escuelas abolidas, todos los servicios religiosos suspendidos, y todos los ministros protestantes debían dejar Francia en quince días. Si los ministros protestantes se hacían católicos, continuarían, con un substancial aumento de sueldo y otros beneficios específicos. La tortura, la prisión, y las galeras se convirtieron en la regla. Más de un cuarto de millón de hugonotes huyeron de Francia, pese a los guardas fronterizos apostados para detenerlos. Como resultado, Francia perdió tal vez una cuarta parte de sus mejores ciudadanos; los que se quedaron violaron su conciencia, y sus hijos fueron criados como es-cépticos o verdaderos incrédulos; la Iglesia Católica Romana establecida desvergonzadamente explotó al estado y al pueblo de tal modo que el primer golpe fuerte de la Revolución Francesa un siglo después, fue dirigido a la iglesia, y la monarquía se volvió tan imperiosa con los derechos de la gente que se pusieron los fundamentos para la gran catástrofe.
Persecución de los Jansenistas. — Los jansenistas recibieron su nombre de su fundador, Cornelio Jansen, obispo católico (1585-1638), que veneraba el sistema teológico de Agustín. Agustín, como se recordará, exaltaba la soberanía de Dios en todas las áreas de gracia y salvación. Los jesuitas, por otra parte, eran en su mayor parte pelagianos, y hacían hincapié en la capacidad del hombre para ayudar en la transacción redentora.
Después de la muerte de Jansen en 1638, sus amigos publicaron su obra maestra teológica, que encomiaba el sistema agustiniano. Naturalmente, los jesuítas hicieron cuanto pudieron por lograr que el papa condenara esta obra. Todo el asunto se convirtió en una prueba entre los jesuítas y sus enemigos. En 1653 el papa condenó cinco proposiciones que aparentemente contenían la médula de los conceptos de gracia de Jansen. Prominentes dirigentes, como Blas Pascal y Antonio Arnauld se alinearon en el lado jansenista. El papa Alejandro VII y Luís XIV se unieron para pedir a los jansenistas que se conformaran. La persecución y la coerción continuaron por más de medio siglo, y finalmente arrasaron virtualmente el jansenismo francés, aunque sobrevivió en los Países Bajos. El significado de esta controversia descansa en el hecho de que representa la condenación católica romana de las enseñanzas de Agustín, uno de sus padres antiguos, y una victoria para las ideas pelagianas de los jesuítas. El sinergismo del sistema católico romano es más favorable para el pelagianismo que para el agustinianismo.
Persecución de los Salzburguenses. —En las áreas montañosas de la Austria superior, la gente, inaccesible a la regimentación, había sido seguidora por largo tiempo, de las doctrinas evangélicas. Los valdenses, los husitas, los luteranos, y los anabautistas, tenían discípulos allí. Exteriormente la mayoría de la gente se conformaba a la Iglesia Católica Romana, pero se reunía secretamente para cultos evangélicos. Por el tiempo de la Paz de Westfalia (1648) muchos se habían convertido en adictos luteranos. Puesto que el tratado wesfaliano estipulaba que los luteranos en el territorio de un príncipe católico tenían el derecho de emigrar pacíficamente, los protestantes de Europa se disgustaron cuando las congregaciones del territorio del obispo de Salzburgo fueron rudamente encarcelados por su fe. El arzobispo murió muy oportunamente y cesaron tanto las persecuciones como el furor. En 1728, sin embargo, fue nombrado un nuevo arzobispo que juró que destruiría a los herejes. La persecución empezó otra vez, y en 1731 cerca de veinte mil luteranos fueron echados del país en medio del invierno. La mayoría fue a Prusia, donde fueron recibidos con gusto.
Supresión de los Jesuítas. —La orden jesuita fue probablemene el partido más influyente en la Iglesia Romana durante el primer siglo después que Loyola fundó la sociedad. Su organización firmemente unida, sus objetivos muy bien definidos, su ética oscilante, y su celo arrollador, los pusieron rápidamente al frente, pero esas mismas características también les trajeron enemistad de muchas partes.
En los primeros años del siglo XVIII, los dominicanos acusaron a los jesuítas de permitir que en China los chinos continuaran adorando Molos paganos con una delgada capa de vocabulario cristiano. En 1721 uno de los hombres que los jesuítas habían quitado de sus puestos en Portugal, fue elegido papa y tomó el nombre de Inocente XIII (1721-24). Inmediatamente retiró a los jesuítas el derecho a dirigir la obra misionera en China, y casi abolió la orden enteramente. Benito XIV (1740-58) también condenó las bárbaras prácticas de los jesuítas en los campos misioneros. Clemente XIII (1758-69), un firme partidario de los jesuítas, dio el golpe final con la emisión de dos bulas que alababan la orden jesuita. Portugal ya había echado a los jesuítas en 1759; Francia hizo lo mismo en 1764, y en 1767 España y Sicilia tomaron la misma acción.
La tormenta de protestas contra el apoyo papal de los jesuitas trajo como resultado la elección, en 1769, de un papa antijesuita, Clemente XIV (176974). Francia, España y Nápoles demandaban la supresión de los jesuítas como condición para continuar sus relaciones con el papado. Después de varios pasos preliminares, Clemente abolió la sociedad jesuita en 1773, en un lenguaje vitriólico. Ningún protestante los ha condenado nunca más inequívocamente. Federico de Prusia, un luterano, y Catalina de Rusia, una católica griega, dieron refugio a los jesuítas con la esperanza de beneficiarse con el resentimiento jesuita. La restauración vino cuarenta y un años después.
La Tormenta Próxima. — Un vistazo a la historia de los papas durante este período nos muestra que en el siglo XVIII ellos enfrentaron un mundo hostil. La amarga rivalidad con el nacionalismo y el intercambio de golpes con el protestantismo da cuenta sólo en parte de su lucha; la otra parte vino de lo que ha sido llamado la Ilustración. El primer entusiasmo de descubrir un mundo ordenado, uno que opera sobre bases de leyes fijas y determinables, fue casi incontrolable. En la mente de muchos, la autoridad se había cambiado de un Dios soberano a un hombre pensante, que era la medida de todas las cosas. Con la irrupción de la revolución en Francia, la Iglesia Católica Romana y el cristianismo en general fueron considerados como enemigos de los derechos humanos y opositores de las más altas realizaciones del género humano.
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