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domingo, 26 de abril de 2009

Fundamentalista o integrista


Profesor Daniel Alexander


ABSTRACT

The purpose of this article is to explore whether it is legitimate to treat the terms integrism and fundamentalism as synonymous. Problems arise from the fact that the realities that gave birth to these concepts belong to different historical periods and civilizations. The social impact of these terms, therefore cannot be compared. In order to discuss these questions, the original milieus that originated the concepts are explored. Special attention is given to the sociological factors that helped to shape them and how semantic changes have occurred through time.


PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA

Desde hace algún tiempo la noción de integrismo ha venido a ser una especie de terreno común; la prensa ha acaparado este término para caracterizar a los resurgimientos actuales de todos los movimientos ideológico-políticos supuestamente reaccionarios, que han abordado de cerca o de lejos, a la religión para fundamentar su militarismo. Hemos escuchado en los últimos años el empleo de este término conocido en Occidente, por una exageración fantástica a propósito del Islam y en particular de la revolución iraní. Se recuerdan con frecuencia sus antecedentes al interior del movimiento de monseñor Lefevre. La temática que se propone en principio es saber si se pueden efectuar acercamientos de este tipo, y si es legítimo tratar bajo el mismo concepto realidades pertenecientes a civilizaciones y épocas diferentes, en las que el impacto social es incomparable.


Jean Francois Clement (1982) hace una crítica extremadamente penetrante del repertorio de los términos utilizados por los periodistas y los islamólogos para hablar de recientes movimientos musulmanes que “buscan hacer del Islam, tal como ellos lo comprenden, el determinante único de su identidad”, mostrando hasta qué punto éste es resultado del etnocentrismo. La expresión “integrismo musulmán” forma parte de ese arsenal y Clement remarca que este concepto es siempre utilizado en forma errónea (Ibíd.).


Entonces, ¿es a instancias de los periodistas y de los sociólogos anglosajones del Islam (cfr. Huphrey, Keddie Von Siners), que se prefiere el concepto de fundamentalismo? Estos dos términos son sustituibles cuando se sabe que este último concepto no figura en el léxico francés más común y ¡que la palabra “integrismo”, teóricamente posible, no se encuentra al hacer una revisión en la literatura anglosajona! El hecho es que estos dos términos se utilizan como recurso para caracterizar una misma realidad pero ¿son equivalentes?


La dificultad de responder a tal pregunta proviene del hecho de que el análisis puede ser pertinente y debe ser manejado en dos planos, los cuales no siempre son posibles de distinguir. Al comienzo estos dos conceptos se ligan a los movimientos que son constituidos en una época precisa de la historia moderna, dentro de las dos grandes confesiones cristianas y es por extensión que han terminado por designar frecuentemente, en boca de sus adversarios, un cierto tipo de posición teológica y de opción ideológico-política que es reclamada por estos movimientos originales y sus partidarios.


En sentido estricto, el integrismo designa, para empezar, a la corriente de los católicos antimodernos que aparecen en la Europa de Pio X, e incluso antes, y se constituyen enseguida de la crisis modernista desarticulada por la condenación de Alfred Laisy (1903) y por el encíclico Pascendi (1907) (Michel, 1967); monseñor Umberto Benigni (1862-1934), prelado notorio que ocupara funciones importantes en la Secretaría de Estado del Vaticano de 1906 a 1911, periodista y escritor, será uno de los principales maestros de la obra. No tiene entonces nada que ver directamente entonces con el fundamentalismo, un movimiento conservador nacido después de la Guerra de Secesión en las principales denominaciones protestantes americanas (como los bautistas, presbiterianos, y Discípulos de Cristo) quienes se articulan esencialmente alrededor de la defensa del principio de la inspiración divina y de autoridad absoluta de la Biblia contra el vacío de la teología liberal, y los métodos histórico-críticos cada vez más enseñados en las escuelas y los seminarios de teología. Este movimiento tendría su auge después de la Primera Guerra Mundial, gracias a la controversia antievolucionista que irrumpe en ciertos Estados para hacer excluir de los programas escolares la enseñanza del darwinismo (Garrison, 1968).


Pero si no existe algún vínculo concreto entre el movimiento católico integrista y el movimiento fundamentalista protestante, así definidos, no es porque los acercamientos que pueden ser efectuados, en particular sobre la base del hecho de que son nacidos más o menos en el mismo momento, se inscriben en una coyuntura sociohistórica similar. Esto sugiere que, en menoscabo de la diferencia de los contextos confesionales, es posible dar cuenta de su emergencia y de su desarrollo por los factores sociológicos comunes. Esta temática es el centro de nuestra problemática.


Pero otra de las preguntas dentro del contexto sociológico es: ¿el acercamiento entre estas dos corrientes históricas puede imponerse sobre la base de características intrínsecas que les serían comunes? Sobre este tema, el examen del vocabulario a disposición en las diferentes lenguas, para designar la corriente católica de la que habíamos hablado, revela un aspecto interesante de este problema; no es inútil saber que el inglés y el alemán evitan las palabras “integrismo” e “integrismos”, y prefieren un término donde la etimología es la misma, pero que no deriva exactamente de la misma raíz y no evoca, como en el francés, una religión íntegra y pura; se trata respectivamente de “integralismo” (Nueva Enciclopedia Católica, 1967) y de “integralismos” (Lexicon für Theología und Kirche, 1933). Como bien lo ha comprendido Emile Poulat (1969, 25 1970), la cuestión de saber qué es el integrismo se acerca en buena parte al estudio del catolicismo integral. Para nuestro propósito, viene a ser esencial saber si el fundamentalismo constituye o no un movimiento “protestante integral”, y si el fundamentalismo o el integrismo eran al principio manifestaciones del integrismo religioso. Nos será necesario entonces definir cuidadosamente lo que entendemos por ello, analizando todas las implicaciones.


Si intentamos comprender por qué estos dos conceptos se van cargando poco a poco del significado que se les adjudica hoy en día por los medios de comunicación, hay que fijarse en el hecho de que los movimientos que les han dado nacimiento, se han constituido desde el inicio de los conflictos con los movimientos modernistas.


Es imposible hacer una abstracción de la estructura polémica sobre la que se apoyan. Es verdad que en los medios católicos la palabra integrismo ha sido utilizada al inicio por los adversarios de aquellos que se llamaban a sí mismos los “católicos integrales”, al mismo tiempo que, por otra parte, la palabra “modernista” ha sido empleada por la jerarquía romana para descalificar a aquellos que L. Kurtz designa bajo el concepto de “insidious deviants” (1983: 1087). De otra forma dicho, el “enemigo adentro”, porque ellos encarnan la mala manera de ser moderno dentro de una Iglesia que, por definición, pretende siempre ser detentadora de la verdadera modernidad (Poulat 1977a, 135; 1977b, 22-230).


Del lado protestante se constata que la primera aparición de la palabra “fundamentalista” puede leerse bajo la pluma de uno de sus representantes quien, contrariamente a los primeros católicos integristas, la reivindica para él mismo. Pero también muy pronto, y en el seno de la denominación donde nació este término, será utilizado para estigmatizar la actitud extrema de aquellos que estaban dispuestos a separarse de su Iglesia para unirse a un movimiento interdenominacional constituido, sobre la base de la adhesión a las posiciones más intransigentes, concernientes a la infalibilidad y la inspiración verbal de la Biblia, actitud con la que el inventor de este término no se identificaba (Mardsen 1980; 159; 168-169).


Tanto en un caso como en el otro, se ve entonces bien que el concepto escapa a un proceso de identificación social unívoco, ya que está investido por el significado que le dan sus adversarios; por ende, todo ámbito polémico al que pertenece debe ser tomado en cuenta por el sociólogo.


En ambos casos mostraremos cómo en el movimiento social al que el concepto nos envía, se estructura la amplitud de este campo polémico. Resulta que el sentido derivado que han tomado estos dos conceptos, algunos después de seis a ocho décadas de su aparición, está forzosamente sujeto a todas las polémicas subsecuentes que se han dado dentro de las Iglesias alrededor de la cuestión de su relación con la modernidad. Y ahora, han terminado por designar una especie de nebulosa del fenómeno, cuyas manifestaciones múltiples no tienen forzosamente filiación directa con su origen en el cristianismo mismo. Esto es debido a que no es necesario que exista una tradición fija, llevada por un grupo determinado, que asegure la continuidad real para que una identificación con el movimiento de base pudiera ser establecida. Por ejemplo, los hilos tan tensos existentes entre el integrismo histórico de monseñor Benigni y el movimiento actual de monseñor Lefevre. Esto no impide que debamos pensarlos el uno frente al otro y con los mismos instrumentos, y sobre todo a partir del modelo del funcionamiento social (Poulat 1877b, 212-213; 1978; 1980, 280-281).


De la misma manera, el camino que lleva al fundamentalismo americano, que se afirma entre los años 1870-1925, al vacío sociopolítico de lo que se llama la “nueva derecha cristiana” vigente en ese país, está sembrado de rupturas, de crisis y de interrupciones (Gasper, 1963). La coincidencia del contexto es que emerge (una crisis de valores morales y de la conciencia nacional), la permanencia de sus temáticas de contestación y de conflicto frente a los “modernistas” (la conspiración de las “fuerzas satánicas” contra la nación, las amenazas sobre la educación cristiana en las escuelas, etc...), el nivel social y cultural de sus adeptos, y los medios políticos puestos en práctica (estrategias de boicot electoral), hacen que no se les pueda tratar en la misma perspectiva (Gannon 1981,74-77; Zwier 1982, 33-34; Mc Loughlin 1978).


Por otro lado, es porque estos movimientos están determinados por las oposiciones que se suscitan y que se organizan en la medida en que pueden nombrar a su adversario como lo ha dicho A. Touraine (1973, 362)—, que son precisamente permeables a otros conflictos presentes en la sociedad global, y que contribuyen a detectarlos cristalizándolos alrededor de dos vías antagónicas que conducen a una sociedad mejor. De ahí el hecho que conduzcan frecuentemente la práctica social específica de un grupo en una situación de opresión o de declive que nos corresponderá descubrir.


¿Los movimientos de tipo c pueden ser considerados como movimientos sociales en el sentido de Touraine? Sí, si se les considera bajo el ángulo de una dialéctica de identidad, de oposición, y de la totalidad a las que obedecen largamente, a condición de no aislarlas de su contexto de emergencia polémica, como lo hemos visto (Touraine, ibid 301). Sí, también, en la medida en que encontramos en su mirada profunda una tentativa organizada de actores luchando por el control de la historicidad de una colectividad concreta (Touraine 1978, 104), pero a condición de que sobrepasemos el nivel de la confrontación doctrinal de dos facciones religiosas rivales en el seno de una misma institución, para enfocarnos en las “fuerzas sociales” de las cuales estos movimientos obtienen su ímpetu (Niebuhr 1937, 527). Por otra parte, intentaríamos responder que proceden de una reacción a la innovación, ya que defienden un orden social inspirado por fuerzas nuevas.


Por lo tanto, este último punto está lejos de ser tan claro como para que destaque a primera vista. El especialista en Islam, N. Keddie (1980) ha sabido relacionar bien el debate a propósito del “Jomeinismo”, mostrando que el fundamentalismo de Jomeini le ha conducido a optar por un Islam tan nuevo que no espera hacerse el campeón de la preservación de las tradiciones de la comunidad chiita. Imponiéndose sobre los Ulemas para ejercer directamente el poder, llegando hasta declarar que la monarquía es anti-islámica y que no hay necesidad de legislación ya que todo se encuentra en el Corán, Jomeini innova en relación a una actitud que puede calificarse de tradicionalista, y que existe también en el seno del chiismo iraní. Lo que, por otra parte, lleva a este autor a introducir el uso del concepto de integrismo como concepto genérico globalizador de todos los movimientos de tipo islámico. Estamos aquí, y muy directamente, vinculados ya a nuestra pregunta inicial.


Por ello nuestro artículo gira, a fin de cuentas, alrededor de dos problemas. Para empezar, el estudio de la relación entre estos dos movimientos y el proceso de secularización nos permitirá precisar cómo se insertan en el campo ideológico y político. Más generalmente, nos permitirá percibir la articulación específica que se entrelaza entre el nomos religioso y los diferentes subsistemas sociales en el seno de estos movimientos. Veremos en qué medida se estructuran alrededor de los campos de resistencia privilegiados en este proceso.


En seguida, nos detendremos sobre el problema de las relaciones entre integrismo, fundamentalismo y temporalidad social. Deberemos fijarnos particularmente en ver cómo estos movimientos, al interior de sus tradiciones respectivas, intentan establecer las mediaciones entre pasado, presente y porvenir, examinando si es posible construir un paradigma común que vaya más allá.


Hemos ya destacado que el integrismo, así como el fundamentalismo, se subrayan por la permanencia de una posición antimodernista más allá de la inestabilidad de sus manifestaciones sociales concretas. ¿No habría precisamente una relación estrecha entre la forma en que estos movimientos viven la duración, y su rechazo a una modernidad que ellos reprueban en nombre de su identidad específica? Sobre este punto, el análisis de la trayectoria que han seguido los primeros fundamentalistas e integristas puede sernos muy útil para evaluar las oportunidades que tienen actualmente los movimientos islámicos de resistir a la presión de una modernización impuesta desde el exterior, y su potencial revolucionario. ¿Tienen estos movimientos la capacidad de informar las transformaciones socioeconómicas y culturales con las que sus países son confrontados? ¿Tienen la capacidad de jugar un rol permanente institucionalizando la protesta de la que son portadores?

Por el integralismo o fundamentalismo religioso

LAS RAÍCES DEL INTEGRISMO:
CATOLICISMO SOCIAL, INTEGRALISMO Y SECULARIZACIÓN

Toda la trayectoria de monseñor Benigni, como la de Poulat (1977a) ha sabido admirablemente reconstruírnosla, mostrando cómo el integrismo es, en su principio, una reacción a la crisis de legitimidad a la que está confrontado el catolicismo romano en el curso del siglo XIX, bajo el golpe de la laicidad. El primer enemigo que él encuentra en su camino es el liberalismo, y en particular, sus representantes en la Iglesia, quienes se califican de “católicos liberales” y aparecen a los ojos de aquellos que se dicen “intransigentes”, entre ellos Benigni, como una contradicción tanto desde el punto de vista político como del religioso (Poulat, Ibíd., 105).

Su determinación a rechazar el liberalismo y el principio de separación de la Iglesia y del Estado no tienen nada en particular de original, ya que es la posición oficial de la Iglesia, tal como surge del Syllabus de 1864. Pero Benigni no se limita a reafirmar lo que siempre ha sostenido el catolicismo tradicional, el cual, después del Concilio Vaticano I (1870), a propósito de lo que un autor comentó sobre una “gigantesca ausencia doctrinal de acción” (J. M. Aubert, citado por OSSIPOW 1979, 37), estaba condenado a entrar a jalones en la modernidad. El antiliberalismo de Benigni se ve ofensivo. Es por ello que preconiza resueltamente ocupar el campo social que el catolicismo había dejado bajo el electo del proceso de secularización. Y en un primer tiempo al menos, Benigni parece estar situado en la izquierda en compañía de aquéllos que él rechazará más tarde como modernistas, pero con quienes existen contactos hasta Pascendi (Poulat Ibíd., 206). Para Benigni los católicos de derecha son aquéllos que dan “de las apuestas al desorden establecido del liberalismo (...) sensibles a su fuerza aparente como si hubiera una salvación fuera de la Iglesia” (Ibíd., 95) y no los intransigentes.

Vale la pena aquí citar el extracto de un informe presentado por Georges Goyau en 1898 frente al Congreso de la Asociación Católica de la Juventud Francesa en el que presenta con la mayor nitidez el punto de partida de la intransigibilidad: “Este fondo común de rechazo en nombre de un ideal de sociedad que se adapta pero no se desarma, rechazo donde se afirma una voluntad de hacer el mundo de otro modo que las fuerzas no cristianas” (Ibíd., 111) y que definían muy exactamente este catolicismo social o integral del cual saldrán quienes se anatematizarán pronto mutuamente de “modernistas” y de “integristas”.

El “liberalismo” creaba dos compartimientos en la vida del alma humana: por una parte, la ciencia maestra exclusiva de la inteligencia, propietaria absoluta del pensamiento, así como de la conciencia; por otra parte la fe, suerte de locataria reducida al silencio, a la cual no estaba permitido mostrarse y afirmarse más que a la hora de la oración y a la hora de la misa. “El conservadurismo” por su lado, creaba los comportamientos en la vida de la nación; por una parte, el desarrollo industrial, exclusivamente regido, o más bien desencadenado sin freno por las leyes de la economía política, y por otra parte las afirmaciones de la moral católica, disminuidas y ensordecidas en nombre de una prudencia de conversión, imponían a los pobres el ser los resignados y proponían a los ricos el ser los caritativos. “Sed creyentes”, repitámonos voluntarios, y enseguida, por la fuerza de las costumbres “liberales”, se daba el triste ejemplo de poner a la ley de su parte, ¡y en qué mínima parte! “Sed practicantes”, añadía, y enseguida, por la fuerza de las costumbres conservadoras, no se creía contradecir al celebrar, apoyar y defender un régimen económico salido de los principios revolucionarios, y naturalmente hostiles al régimen social de la moral cristiana.

Delante de estos abismos de sutileza y de contradicción, de componendas y reticencias, los jóvenes declaran no comprender nada. Se es católico, o no se es; y si se es cristiano, se es integralmente lo que se debe ser (Ibíd., 194-195).

La apertura de la “cuestión social” de los integrales, encontraría en León XIII un apoyo comprensivo anclado en la determinación de no dejarse llevar por el desarrollo de la sociedad industrial, en cuanto que ésta imponía al cristianismo una especialización institucional de la religión. Resultado de la fragmentación de la economía y la política en relación a la empresa del cosmos sagrado, todo esto tenía, como consecuencia, forzar el repliegue de la aplicación de la moral cristiana a la esfera privada (Poulat, Ibíd., 109. Luckmann, 1972).

Es por ello también que el integralismo reduce “el principio del individualismo rebelde” (Ibíd., 318) porque representaría la consagración del aconfesionalismo que designa en el vocabulario de Benigni una religión en donde la significación subjetiva ha cesado de ser articulable a un sostén societario y a la orden institucional.

Hay que añadir que a los ojos de Benigni el socialismo no es condenable más que en tanto es la prolongación del liberalismo, algo así como su forma más acabada. Es entonces para él la aplicación absoluta del principio del individualismo liberal que llega hasta erradicar el cristianismo de la misma vida privada.

El avance del socialismo es para Benigni un peligro de dimensiones casi escatológicas, es la apostasía ante los ojos de Dios, el carácter propio del Anticristo, algo que “sin duda alguna... lleva seguramente a la ruina” (Ibíd., 319). Por esta razón, según él, hay que movilizarse, pero no como el derecho clásico en la ayuda de un partido del orden:

“De un partido del orden, capaz de restablecer la tranquilidad en medio de la perturbación general, no hay mas que uno: el partido de Dios. Es entonces al que hay que promover, es a él al que hay que llevar el mayor número de adherentes, por poco que tengamos fe en la seguridad pública” (Ibíd.).

Este pasaje ilustra particularmente y en forma concisa la radicalización del integrismo que pretende subvertir totalmente el campo político en nombre de Dios. Esta radicalidad está ligada, creemos nosotros, a la “escatologización” de la posición de un Benigni obligado a desertar del combate político clásico porque no puede encarnar su integralismobajo una forma institucional. Ésta es verdaderamente también la raíz de su adhesión al fascismo mussoliniano, no porque este último le satisfaciera, sino porque su advenimiento hace tábula raza de un sistema político donde no encuentra su lugar y lo lleva de prisa a la instauración de un partido del orden católico y a la redención final de la sociedad.

Comprendemos ahora cuál es el verdadero juego que separa a los modernistas de los integristas. No es en efecto la lucha entre tradición y modernidad, pero sí una apreciación divergente de los medios a los que la Iglesia Católica debe recurrir para reconquistar dicha modernidad; los primeros piensan que la Iglesia debe adaptarse a la definición republicana y laica del espacio público y que la exégesis católica tenía que casarse con las propuestas del “ateísmo científico” para poder conservar su credibilidad en su nuevo contexto. Los segundos, como Benigni, creen en la posibilidad para la Iglesia de estar presentes a su tiempo justamente porque “ella guarda conciencia de detentar por sí sola la legitimidad social, en virtud de su enraizamiento siempre profundo en la sociedad” (Ibíd., 231). Para los primeros, su lectura implica la posibilidad de insertarse en el juego político tal como es; para los políticos, la intransigencia exige precisamente la movilización y que esté presente en la Iglesia, y para la Iglesia el catolicismo no tiene un devenir demócrata. Es a la democracia cristiana a la que le toca llegar a ser católica (Ibíd., 302). Así, para los integristas no estamos en presencia de una bipolaridad entre los buenos conservadores y los integristas modernistas, pero sí en presencia de una estructura tripartita: a la derecha están aquellos que rechazan a sus tiempos y que ellos califican de tradicionalistas, y a la extrema izquierda aquellos que están dispuestos a sacrificar todo para acceder a la modernidad y a quienes llamarán modernistas porque se equivocan sobre sus tiempos. Entre ellos, está el justo equilibrio de los cristianos que como Benigni, se piensan de izquierda detrás del papa y contra los extremos, para la restauración de un orden cristiano, a lo cual la encíclica Rerum Novarum (1891) de León XIII dio un serio espaldarazo de entrada (Ibíd., 234, 242).

Pero entonces, ¿cómo es que Benigni al final de su vida se encuentra en la extrema derecha del campo político? Esta pregunta llama a otra a los ojos de Poulat: ¿Es él o el conjunto del contexto que ha derivado? Si Poulat tiende a responder que es la situación que se ha modificado alrededor de él, es para hacer hincapié en que su intransigencia no ha podido encontrar lugar en una Iglesia que “interioriza el psiquismo social exógeno” (Ibíd., 285) y que obliga al integrismo a dividirse; se encuentra entonces rechazado por encima de la derecha clásica hacia el fascismo como la única solución que le queda, en la medida en que Roma opta por un modernismo social apoyando el nacimiento de los sindicatos cristianos y de la democracia cristiana (Ibíd., 285, 333, 468, 473).

Esta tesis será confirmada por el hecho de que Benigni haya podido jugar un rol capital en la Secretaría de Estado en tanto que su posición antitradicionalista y antimodernista coincidían con aquella del gobierno del justo medio al que el Papa debía plegarse. Pero en el momento en que, bajo la presión de las nuevas relaciones sociales que entran en juego, el Vaticano debe de efectuar una especie de reconcentración a la izquierda, Benigni siente ceder el suelo bajo sus pies y llega a denunciar al enemigo al interior mismo de la curia, a la que tuvo que dejar en 1911 para proseguir su combate independiente.

Del fundamentalismo en los Estados Unidos

Es muy difícil encontrar cuál podría ser el principio global que funda la reacción fundamentalista; es más complicado que señalar la raíz del integralismo católico. Para empezar, y porque esto es más complejo, nos ayudaremos de la historia de uno de los líderes del movimiento para poder remontarnos a su fuente social, como lo hemos hecho con monseñor Benigni, en la medida en que el fenómeno fundamentalista aparece de bandera en el corredor de una multitud de tradiciones y de corrientes presentes en el protestantismo americano (“evangelicalismo”, “revivalismo”, milenarismo, tradicionalismo calvinista o bautista, pentecostalismo y movimientos de santidad) como lo perciben la mayor parte de los autores (Marsden, 1980:4; Russel, 1976:17, etc.).


Sin pretender aplastar al fundamentalismo, es importante preguntarse si lo encontraremos en la huella de un factor sociológico predominante que permitiera darnos cuenta de la emergencia de un fenómeno complejo a través de sus diversos lugares de aparición, para comprender por qué los diversos componentes del protestantismo americano han podido converger.

Podemos comprender la dinámica de sus diferentes corrientes sin situarlas al interior de la gran tradición del puritanismo anglosajón que se extiende a fundar el orden social de los primeros sobre el ethos de la Biblia. Sabemos que en la mayor parte de los casos, la congregación religiosa de tipo “Iglesia independiente”, derivada de la revolución inglesa, constituía el primer nudo de la estructuración social de las nuevas colonias. No es sorprendente que estas comunidades sociales hayan tomado la legitimidad de su identidad directamente de su profesión de fe, ya que ella misma se apoyaba sobre la seguridad de que la Biblia era la verdad absoluta, la palabra de Dios mismo otorgada a su pueblo. De ello resulta la idea de que el destino de que la joven nación era conducida por la mano invisible de este Dios, quien la había llamado como a un nuevo Israel fuera del viejo mundo para manifestar en estos últimos tiempos de manera ejemplar, que era la nación elegida, instaurando una sociedad civil apoyándose en la Iglesia visible, no corrompida, de los verdaderos creyentes y en la que se traducirían todas las implicaciones éticas en su plan colectivo (Cole, 1931:8-11; Ahlstrom, 1975:271; Bellah, 1975; Tuveson, 1968).

Vemos cómo, para los puritanismos americanos, el imaginario bíblico sirve a la vez de soporte a la experiencia religiosa, a los comportamientos éticos individuales y a la identidad de la civilización americana en su conjunto. La experiencia individual se encuentra confortada por la experiencia colectiva en la medida en que fortalece una estructura de credibilidad suplementaria. Y la confirmación de su elección, obtenida sobre la base de una aprobación ética, viene a ser el ejemplo de la integración en el proyecto nacional; el orden social sanciona a todos aquellos que no se comportan siguiendo este ideal moral que el éxito económico testifica. Por cierto, el pueblo americano se halla frecuentemente desviado del ideal de conveniencia inicial recapitulado por el mito de pueblo elegido. Pero periódicamente el país conocía los despertares en el curso de los cuales se abrazaría a una suerte de revitalización cultural colectiva que resultaba de la experiencia de conversión interior a la cual las masas eran llamadas por los predicadores “revivalistas”. Y la función de estos despertares era precisamente renovar la confianza que los americanos ponían en su destino ejemplar en los momentos en que los fundamentos morales y religiosos de la legitimidad de las instituciones venían a ser opacados, no teniendo más dominio sobre su vida cotidiana (Mc Loughlin, 1978:1; Bellah, 1975:18-20).

Sin embargo, la Guerra de Secesión (1861-1865) y la ola de inmigrantes de denominación católica (quienes no compartían el ethos puritano fueron rápidamente hechos responsables del aumento del suicidio, del alcoholismo, de la ociosidad y de la miseria) dan un golpe a la imagen de marca del país que pretendía encarar una civilización cristiana ejemplar. Se declara una crisis de confianza sin precedentes hacia las instituciones en donde el fundamentalismo es una expresión. Otro factor jugará un rol particularmente importante en la acción de la controversia fundamentalista: la crisis del sistema epistemológico clásico de la escuela conocida como Common Sense Philosophy, sistema sobre el cual descansa la estructura de plausabilidad del biblicismo puritano; en efecto, el nacimiento del darwinismo pone radicalmente en duda el postulado según el cual hay convergencia necesaria entre el orden de la naturaleza y el orden ético-social, entre la investigación científica y técnica honesta y la investigación espiritual sin prejuicios, o todavía entre “el sentido común” pragmático y los preceptos de la ley divina y de la Palabra de Dios, postulado sobre los cuales se apoyaba toda la empresa puritana, y de la cual toda América digna de este nombre debía estar íntimamente convencida.

Hay que remarcar que el ascenso del fundamentalismo no es simplemente equivalente de un reflujo hacia la old time religion bajo la forma de un literalismo bíblico crispado. Se apoya en una toma de conciencia de los efectos negativos que entrañan para la cultura americana los diferentes elementos señalados más arriba, pero también una toma de conciencia de la necesidad de un movimiento de revitalización en la línea de los despertamientos precedentes.




En seguida, este análisis, privilegia por ello la fuente revivalista de este movimiento.




El fundamentalismo se afirma sobre la base de una pujante corriente revivalista encarnada por hombres como D. L. Moody, cuyo objetivo, reconocía, estaba precisamente en extraer a través del evangelismo al máximo de representantes de las clases obreras y de los pobres, de las poblaciones de inmigración reciente. En el entorno de Moody circulaba con anterioridad la idea de que evangelización y americanización eran sinónimos (Mc. Loughlin, 1959:267).

Notamos aquí que el establecimiento del fundamentalismo en el revivalismo no constituye al comienzo un movimiento conservador; el revivalismo sirve también de cuna a los teólogos de tendencia liberal, quienes se bifurcaron enseguida en una dirección recientemente progresista. Buen número de ellos se asociaron a los esfuerzos deplorados por Moody, aceptando, por ejemplo, seguir en los comités de organización de sus campañas (Marsden, 1980:33). Pero el fundamentalismo va a distinguirse siempre del revivalismo clásico y del evangelicalismo, afirmando su especificidad en dos direcciones: por una parte, el acercamiento a la realidad socio-económica, y por la otra, la aprehensión del porvenir.

En un principio, el sueño fundamentalista se acompaña de una desconfianza con respecto de toda intervención política o social colectiva para resolver los problemas creados por la situación económica y las tensiones que de ellos resultan; para Moody, y sobre todo para aquellos que lo siguieron, el único remedio a la pobreza era volverse piadoso, honesto, trabajador, sobrio y productivo, sencillo, y abrazar la ética protestante. Y el único medio de adquirir esta ética era pasar por la experiencia de la conversión. No hay progreso social posible fuera de la obediencia individual a la ley divina y a la moral cristiana. Toda acción social directa va a encontrarse excluida del campo de actividad de los predicadores revivalistas-fundamentalistas, en la medida en que esta forma de compromiso puede desviar a su destinatario de la conversión a Jesucristo, experiencia por la cual pasa necesariamente la resolución de sus problemas materiales (“I don’t see how a man can follow Christ and not be successful”, declaró Moody). Sobre este punto hay que señalar que la controversia con el modernismo se perfila no solamente sobre las cuestiones de orden exegético y científico (el darwinismo) pero sobre una concurrencia entre dos “morales” sociales.

El fundamentalismo, en tanto que movimiento social, descansa sobre un ethos de emprendedor ligado a una sociedad capitalista concurrencial que funciona sobre la base de la competencia individual y del dejar hacer. Por su parte, el modernismo, en el cual el social gospel es la expresión social privilegiada, tiende a promover una política social de asistencia que se enfrenta a atacar a los “pecados colectivos” engendrados por el capitalismo salvaje, apoyándose en la economía del Welfare State e incluyendo la intervención directa de la Iglesia en la esfera socioeconómica y política (Gasper, 1963; Mc Loughlin, 1967:51-53; Marsden, 1980:86).

Nada que decir para los fundamentalistas de hacer jugar a la Iglesia un rol sociopolítico propiamente dicho. Ellos reprochan a los modernistas el querer sacralizar las mutaciones sociales impuestas por la secularización aportada del exterior. Al considerar por una parte que el Welfare State es una etapa hacia una sociedad más justa en la línea del mito fundador del pueblo elegido, y por otra parte, que la búsqueda de una concordancia entre el pensamiento bíblico y la teoría de la evolución consagra de hecho la idea de un cambio mayoritario necesario, fundado sobre el elitismo. Para los fundamentalistas, la penetración de estas nuevas ideas al corazón de la fortaleza del puritanismo, por la traición de algunos teólogos liberales, pone en duda irremediablemente el lugar privilegiado que ocupaban tradicionalmente las Iglesias establecidas en el seno de la cultura dominante (Marsden, Ibíd., 54). No es tan asombroso entonces que el fundamentalismo sea convertido progresivamente en el emblema de las clases inferiores, marginadas por una burguesía liberal la cual a su vez era percibida como la instigadora de la industrialización de los grandes centros urbanos, y por ende de la desestabilización económica de la América de los pioneros, y el agente relajado de la descristianización de la cultura.

Frente a estos cambios sociales que alejan al país de sus raíces, los fundamentalistas tienen la necesidad de procurarse un instrumento ideológico capaz de explicar y de justificar teológicamente por qué lo conveniente se rompe y ello en razón de la infidelidad de las Iglesias dominantes a la promesa divina hecha al pueblo elegido. Este instrumento lo encontrarán en el pensamiento dispensacionista de J.N. Darby (1800-1882), aportado a Estados Unidos durante la primera mitad del siglo XIX, el cual conocerá un éxito inmenso a partir del fin de siglo gracias a numerosas conferencias proféticas que se dan para hacer frente a un medio incierto.

Insertada sobre el revivalismo, esta visión del mundo que pone en el centro de su dispositivo la espera del fin de los tiempos de la gracia, dota al movimiento fundamentalista de un sentido de la urgencia que traduce muy bien la siguiente cita extraída de un libro de Moody:

“Yo miro este mundo como un buque naufragado. Dios me ha dado un poder de salvación y me ha dicho ‘Moody, salva a todos aquellos que tú puedas’”.

Hay que convenir con Sandeen (1970 a y b) que el dispensacionalismo induce a una actitud retrógrada en el campo político y produce una indiferencia de los asuntos públicos. Pero el análisis tan acucioso de este autor, nos parece, pasa por alto lo que conforma precisamente la especificidad de la actitud política del movimiento fundamentalista durante su período de apogeo (1914-1926), dicotomizando todo, con sus representantes, en función de su adhesión al dispensacionalismo (Leroy Moore, 1967).

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»El autor, Daniel Alexander, es profesor del Departamento de Sociología de la Universidad de Ginebra, Suiza.












lunes, 20 de abril de 2009

El pensamiento de la Reforma

La genialidad de Martín Lutero residió en expresar cabalmente aquello que el pueblo alemán sentía, apoyándose en los reclamos de los eruditos humanistas y de la clase media alemana quienes, en ese momento, eran los verdaderamente revolucionarios y los que llevaron adelante los cambios que en la Francia del Siglo XVIII se conoce como Revolución Francesa. La Reforma Protestante comienza con una serie de acontecimientos que marcaron a fuego a la Europa de la Baja Edad Media, en transición a la modernidad. Después de un ciclo de auge de la economía europea, fruto de la activación del comercio y del minucioso trabajo de pillaje que realizaron los cruzados, hubo una apertura hacia los bienes de lujo que llegaban desde Oriente, lo que generó una necesidad del metálico que escaseaba en Europa. El recurso para enfrentar ese tema fue explotar más a los campesinos y exigirles tributo tanto en especies como en metálico. De esa forma se beneficiaban los comerciantes y banqueros que vendían y prestaban para que la nobleza pudiera comprar y financiar las guerras de los reyes y lograron endeudar a todo el mundo. Hubo familias que progresaron, como los Fugger en Austria y los Medici en Italia. Ciudades, como Barcelona y Valencia, que tuvieron un auge localizado en contraste con el resto de Europa que seguía con la organización feudal de su economía. Fue lo que se conoce como protocapitalismo, precapitalismo o auge mercantilista. La mentalidad de los nuevos protagonistas no consistió en ser académica o elitista sino estrictamente pragmática. No eran guerreros ni eclesiásticos eruditos, sino ciudadanos de ciudades libres, que se dedicaban a la manufactura, al comercio e inventar las herramientas de la contabilidad que necesitaban. Fueron los primeros banqueros. Estos hombres enriquecidos gracias a su trabajo y a la confianza en sus propias fuerzas, replantearon las grandes cuestiones filosóficas y teológicas. Todo se pone en duda. La fe se separa de la razón. El tomismo y su escolástica dan lugar al Humanismo, donde el centro está puesto en la capacidad del hombre para entender al mundo, que se presupone racional. Se producen cambios en todos los órdenes. Los nuevos ricos se rodean de lujos y bienes que, entienden, le dan el prestigio que no tienen por apellido y por no ser hombres de guerra. Esto favorece al desarrollo artístico del norte de Italia donde se produce esa revolución que se conoce como Renacimiento. Aparecen la ópera y el "balleto", que amenizan los grandes banquetes de esas familias. Nace la pintura de caballete y los retratos, ya que ahora hay quienes compran obras de arte. Cambia la temática de la pintura y de la escultura. Los temas seculares reemplazan parcialmente a los eclesiásticos. Los que pagan las obras aparecen representados junto a santos y personajes divinos, en actitud de oración atestiguando su devoción y el poder del dinero que está en sus manos. Al mismo tiempo la nobleza feudal agoniza entre deudas y una fuerte tendencia al centralismo que, con el tiempo, moldeará los estados nacionales. En Francia y España los reyes se imponen a la nobleza y dominan a la Iglesia. Se firman concordatos con el Papa por los cuales los reyes se reservan el privilegio de nombrar a los señores eclesiásticos de más alto rango que, por supuesto, lo hacen entre sus leales seguidores. En Alemania e Inglaterra la situación es diferente. La Iglesia es la principal "señora feudal", la que concentra la mayor cantidad de tierras y de bienes. Los reyes no pueden controlar a los obispos, arzobispos y monasterios, dueños de la tierra, ni firmar acuerdos ventajosos con el Papado.

miércoles, 8 de abril de 2009

La Iglesia Católica ha sido rebasada por sus fieles

El catolicismo ha sido rebasado por otras corrientes religiosas, porque sus líderes religiosos no han podido cuidar de su rebaño que se ha llevado ideas y pensamientos, creando sus propias concepciones.Roberto Montiel, pastor de la iglesia cristiana La Luz del Mundo, señaló que la Iglesia Católica ha perdido el control de su propia gente, pues ha ocasionado que su rebaño esté disperso, y al apartarse ha creado su propia concepción de la religión. Y su descuido se debe a que no han sabido ser auténticos líderes morales, pero en los programas de televisión, principalmente en las telenovelas, tratan de vender una idea muy diferente a la realidad, ya que idealizan una figura que no existe.Incluso, señaló que la Iglesia Católica no sólo se siente amenazada porque sus fieles han decido pertenecer a grupos evangélicos y adorar otras imágenes, como la Santa Muerte, sino por las corrientes que vienen de Asia.



El pastor, dijo que las ataduras de la Iglesia Católica a sus fieles son muy débiles, porque están ligados en un concepto tradicional no en una convicción auténtica, ya que la persona crece con muchas ideas que a la larga la van desencantando, y una de estas son los famosos Reyes Magos.¨Creces con ideas y mitos, te enseñan muchos mitos, ilusiones que no dejan de ser mentiras o fantasías¨, precisó.Detalló que lamentablemente


la Iglesia Católica ha vendido muchos mitos, lo cual han venido reforzado los propios padres de familia que ya son parte de esa iglesia por las enseñanzas que les enseñaron de niños, pero a la larga se va perdiendo ese encanto, llegando a la conclusión de que no todo es real. Entonces, agregó, se van perdiendo esos lazos morales, esa fe y convicción por todo lo católico, que por tradición se venía creyendo en ello pero sin pleno convencimiento acerca de la verdad.



Asimismo, el pastor de la iglesia cristiana, señaló que el afán de la Iglesia Católica por canonizar santos, es para tener a su público cautivo, como en toda mercadotecnia, ya que trata de vender un producto que sana y ayuda, y al hacerlo tiende a ser como cualquier mercadólogo que necesita nuevas imágenes para seguir teniendo el control. ¨Son sólo formas para tener a su público cautivo, porque la convicción de su liderazgo lo perdió desde hace muchos años, y se le están yendo los fieles a otra religiones¨, sostuvo.


De hecho, aseveró que todo mundo se está llevando católicos a sus arcas religiosas, y la Iglesia Católica no acepta que se profese otra creencia, por ello ha pasado por encima del Estado Laico, amenazando, para tener dominado al mundo.Y el usar a sus santos es una manera de lograrlo vendiendo la idea de que son milagrosos, dándose un caldo de cultivo ideológicamente ya preparado, en lo cual lleva gran responsabilidad, que no sujetándose al concepto original cristiano donde se plantea que sólo hay un mediador, que es Jesucristo, sino estableciendo una multitud de seres divinos mediadores, entre ellos a la Virgen María.

Es un caldo ya preparado, un ambiente ya predispuesto, y lo que hacen muchas personas que profesan la fe católica, mentalmente preparados para esto, se crean sus propios santos¨, expuso.Sin embargo, considera que la Iglesia Católica ha sido rebasada por sus propios fieles al desplazarse a otras creencias religiosas, y otros se dicen católicos sólo por costumbre, porque ya no reciben el liderazgo de sus líderes ni asisten a confesarse.

por Juan Antonio EspinozaTijuana.-

domingo, 5 de abril de 2009

Creyentes insatisfechos en Colombia

La Iglesia no le teme a la pérdida de adeptos Se estima que en Colombia el 80% de sus habitantes son católicos, es decir, cerca de 33 millones de personas y que, además, 5 millones 535 mil pertenece a formas no católicas del cristianismo. Mirada.

Ximena Velasco Zuluaga


Aunque muchos colombianos se han congregado en las ahora llamadas sectas religiosas, Colombia sigue siendo un país católico. Tradicionalmente se estima que en Colombia el 80% de sus habitantes son católicos; es decir, cerca de 33 millones de personas y que, además, 5 millones 535 mil pertenece a formas no católicas del cristianismo. 824 mil personas se declaran agnósticas (sin creencia religiosa) y dos millones y medio pertenecen a otros grupos religiosos, según revelan un Informe Internacional de Libertad religiosa y el Dane. Esas cifras muestran que el catolicismo ha perdido adeptos en comparación con cinco décadas atrás. Así lo reconoce el presidente de Conferencia Episcopal, Monseñor Rubén Salazar. “Hemos percibido un éxodo de personas de la Iglesia Católica en los últimos años que no es posible cuantificar; sin embargo, nuestro afán no es tener fieles ni tampoco conquistar al ciento por ciento de los colombianos”, dice Monseñor Salazar. Por el contrario, según él, el interés de la Iglesia es tener a un grupo de personas, que puede ser menor de lo que era antes, pero convencido de su fe. “Queremos de verdad discípulos y misioneros de Jesucristo”, precisa el Monseñor.


Dos fenómeno


Para el episcopado es claro que la pérdida de adeptos obedece a dos fenómenos explicables: la globalización y el pluralismo religioso. “Las personas que se han trasladado de la Iglesia Católica hacia alguna secta no son las más practicantes de esta religión, pero así mismo éstas se pasan de un grupo a otro”, señala el secretario General de la Conferencia Episcopal, Monseñor Fabián Marulanda.


Esto también se explica en que hay otras personas cuya educación religiosa tiene valores diferentes a la de los católicos o no tienen una convicción, pero esto no les preocupa, lo que sí los pondría a pensar sería la pérdida de los “discípulos de verdad”. En ese caso, dice Monseñor, “los obispos deberíamos hacer un examen de conciencia. Preguntarnos en qué estamos fallando, qué estamos haciendo para que la gente no se sienta a gusto al interior de la Iglesia y se ponga a buscar lo que necesita en otras partes”. Volver a la práctica espiritual


Para el teólogo Jorge Julio Mejía, el drama más grande que atraviesa la Iglesia es que la religión católica “se quedó fuera de nosotros”


“Cada vez hay más decepción e insatisfacción entre los creyentes y muchos se han unido, por ejemplo, a grupos evangélicos”, sostiene Mejía. De igual forma, explica que ir a misa no es ser católico precisamente. El que peca y reza no empata: “Esta creencia nos ha hecho hipócritas con nosotros mismos y por eso se legitiman la injusticia y la mentira. El catolicismo debe estar adentro del corazón, sólo así es posible humanizarnos”. Además, dice que para acercarse verdaderamente a la religión, los adeptos deben volver a lo que es central en la práctica espiritual: aspirar a imitar las cualidades de Jesucristo. “Dios es totalmente amor, misericordia, es el abrazo incondicional del hijo prodigo que vuelve a casa y no echa en cara nada”, afirma Mejía. Agrega que “hasta que no hablemos de amor, perdón y reconciliación no deberíamos hablar de Catolicismo”.

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