Es muy difícil encontrar cuál podría ser el principio global que funda la reacción fundamentalista; es más complicado que señalar la raíz del integralismo católico. Para empezar, y porque esto es más complejo, nos ayudaremos de la historia de uno de los líderes del movimiento para poder remontarnos a su fuente social, como lo hemos hecho con monseñor Benigni, en la medida en que el fenómeno fundamentalista aparece de bandera en el corredor de una multitud de tradiciones y de corrientes presentes en el protestantismo americano (“evangelicalismo”, “revivalismo”, milenarismo, tradicionalismo calvinista o bautista, pentecostalismo y movimientos de santidad) como lo perciben la mayor parte de los autores (Marsden, 1980:4; Russel, 1976:17, etc.).
Sin pretender aplastar al fundamentalismo, es importante preguntarse si lo encontraremos en la huella de un factor sociológico predominante que permitiera darnos cuenta de la emergencia de un fenómeno complejo a través de sus diversos lugares de aparición, para comprender por qué los diversos componentes del protestantismo americano han podido converger.
Podemos comprender la dinámica de sus diferentes corrientes sin situarlas al interior de la gran tradición del puritanismo anglosajón que se extiende a fundar el orden social de los primeros sobre el ethos de la Biblia. Sabemos que en la mayor parte de los casos, la congregación religiosa de tipo “Iglesia independiente”, derivada de la revolución inglesa, constituía el primer nudo de la estructuración social de las nuevas colonias. No es sorprendente que estas comunidades sociales hayan tomado la legitimidad de su identidad directamente de su profesión de fe, ya que ella misma se apoyaba sobre la seguridad de que la Biblia era la verdad absoluta, la palabra de Dios mismo otorgada a su pueblo. De ello resulta la idea de que el destino de que la joven nación era conducida por la mano invisible de este Dios, quien la había llamado como a un nuevo Israel fuera del viejo mundo para manifestar en estos últimos tiempos de manera ejemplar, que era la nación elegida, instaurando una sociedad civil apoyándose en la Iglesia visible, no corrompida, de los verdaderos creyentes y en la que se traducirían todas las implicaciones éticas en su plan colectivo (Cole, 1931:8-11; Ahlstrom, 1975:271; Bellah, 1975; Tuveson, 1968).
Vemos cómo, para los puritanismos americanos, el imaginario bíblico sirve a la vez de soporte a la experiencia religiosa, a los comportamientos éticos individuales y a la identidad de la civilización americana en su conjunto. La experiencia individual se encuentra confortada por la experiencia colectiva en la medida en que fortalece una estructura de credibilidad suplementaria. Y la confirmación de su elección, obtenida sobre la base de una aprobación ética, viene a ser el ejemplo de la integración en el proyecto nacional; el orden social sanciona a todos aquellos que no se comportan siguiendo este ideal moral que el éxito económico testifica. Por cierto, el pueblo americano se halla frecuentemente desviado del ideal de conveniencia inicial recapitulado por el mito de pueblo elegido. Pero periódicamente el país conocía los despertares en el curso de los cuales se abrazaría a una suerte de revitalización cultural colectiva que resultaba de la experiencia de conversión interior a la cual las masas eran llamadas por los predicadores “revivalistas”. Y la función de estos despertares era precisamente renovar la confianza que los americanos ponían en su destino ejemplar en los momentos en que los fundamentos morales y religiosos de la legitimidad de las instituciones venían a ser opacados, no teniendo más dominio sobre su vida cotidiana (Mc Loughlin, 1978:1; Bellah, 1975:18-20).
Sin embargo, la Guerra de Secesión (1861-1865) y la ola de inmigrantes de denominación católica (quienes no compartían el ethos puritano fueron rápidamente hechos responsables del aumento del suicidio, del alcoholismo, de la ociosidad y de la miseria) dan un golpe a la imagen de marca del país que pretendía encarar una civilización cristiana ejemplar. Se declara una crisis de confianza sin precedentes hacia las instituciones en donde el fundamentalismo es una expresión. Otro factor jugará un rol particularmente importante en la acción de la controversia fundamentalista: la crisis del sistema epistemológico clásico de la escuela conocida como Common Sense Philosophy, sistema sobre el cual descansa la estructura de plausabilidad del biblicismo puritano; en efecto, el nacimiento del darwinismo pone radicalmente en duda el postulado según el cual hay convergencia necesaria entre el orden de la naturaleza y el orden ético-social, entre la investigación científica y técnica honesta y la investigación espiritual sin prejuicios, o todavía entre “el sentido común” pragmático y los preceptos de la ley divina y de la Palabra de Dios, postulado sobre los cuales se apoyaba toda la empresa puritana, y de la cual toda América digna de este nombre debía estar íntimamente convencida.
Hay que remarcar que el ascenso del fundamentalismo no es simplemente equivalente de un reflujo hacia la old time religion bajo la forma de un literalismo bíblico crispado. Se apoya en una toma de conciencia de los efectos negativos que entrañan para la cultura americana los diferentes elementos señalados más arriba, pero también una toma de conciencia de la necesidad de un movimiento de revitalización en la línea de los despertamientos precedentes.
En seguida, este análisis, privilegia por ello la fuente revivalista de este movimiento.
El fundamentalismo se afirma sobre la base de una pujante corriente revivalista encarnada por hombres como D. L. Moody, cuyo objetivo, reconocía, estaba precisamente en extraer a través del evangelismo al máximo de representantes de las clases obreras y de los pobres, de las poblaciones de inmigración reciente. En el entorno de Moody circulaba con anterioridad la idea de que evangelización y americanización eran sinónimos (Mc. Loughlin, 1959:267).
Notamos aquí que el establecimiento del fundamentalismo en el revivalismo no constituye al comienzo un movimiento conservador; el revivalismo sirve también de cuna a los teólogos de tendencia liberal, quienes se bifurcaron enseguida en una dirección recientemente progresista. Buen número de ellos se asociaron a los esfuerzos deplorados por Moody, aceptando, por ejemplo, seguir en los comités de organización de sus campañas (Marsden, 1980:33). Pero el fundamentalismo va a distinguirse siempre del revivalismo clásico y del evangelicalismo, afirmando su especificidad en dos direcciones: por una parte, el acercamiento a la realidad socio-económica, y por la otra, la aprehensión del porvenir.
En un principio, el sueño fundamentalista se acompaña de una desconfianza con respecto de toda intervención política o social colectiva para resolver los problemas creados por la situación económica y las tensiones que de ellos resultan; para Moody, y sobre todo para aquellos que lo siguieron, el único remedio a la pobreza era volverse piadoso, honesto, trabajador, sobrio y productivo, sencillo, y abrazar la ética protestante. Y el único medio de adquirir esta ética era pasar por la experiencia de la conversión. No hay progreso social posible fuera de la obediencia individual a la ley divina y a la moral cristiana. Toda acción social directa va a encontrarse excluida del campo de actividad de los predicadores revivalistas-fundamentalistas, en la medida en que esta forma de compromiso puede desviar a su destinatario de la conversión a Jesucristo, experiencia por la cual pasa necesariamente la resolución de sus problemas materiales (“I don’t see how a man can follow Christ and not be successful”, declaró Moody). Sobre este punto hay que señalar que la controversia con el modernismo se perfila no solamente sobre las cuestiones de orden exegético y científico (el darwinismo) pero sobre una concurrencia entre dos “morales” sociales.
El fundamentalismo, en tanto que movimiento social, descansa sobre un ethos de emprendedor ligado a una sociedad capitalista concurrencial que funciona sobre la base de la competencia individual y del dejar hacer. Por su parte, el modernismo, en el cual el social gospel es la expresión social privilegiada, tiende a promover una política social de asistencia que se enfrenta a atacar a los “pecados colectivos” engendrados por el capitalismo salvaje, apoyándose en la economía del Welfare State e incluyendo la intervención directa de la Iglesia en la esfera socioeconómica y política (Gasper, 1963; Mc Loughlin, 1967:51-53; Marsden, 1980:86).
Nada que decir para los fundamentalistas de hacer jugar a la Iglesia un rol sociopolítico propiamente dicho. Ellos reprochan a los modernistas el querer sacralizar las mutaciones sociales impuestas por la secularización aportada del exterior. Al considerar por una parte que el Welfare State es una etapa hacia una sociedad más justa en la línea del mito fundador del pueblo elegido, y por otra parte, que la búsqueda de una concordancia entre el pensamiento bíblico y la teoría de la evolución consagra de hecho la idea de un cambio mayoritario necesario, fundado sobre el elitismo. Para los fundamentalistas, la penetración de estas nuevas ideas al corazón de la fortaleza del puritanismo, por la traición de algunos teólogos liberales, pone en duda irremediablemente el lugar privilegiado que ocupaban tradicionalmente las Iglesias establecidas en el seno de la cultura dominante (Marsden, Ibíd., 54). No es tan asombroso entonces que el fundamentalismo sea convertido progresivamente en el emblema de las clases inferiores, marginadas por una burguesía liberal la cual a su vez era percibida como la instigadora de la industrialización de los grandes centros urbanos, y por ende de la desestabilización económica de la América de los pioneros, y el agente relajado de la descristianización de la cultura.
Frente a estos cambios sociales que alejan al país de sus raíces, los fundamentalistas tienen la necesidad de procurarse un instrumento ideológico capaz de explicar y de justificar teológicamente por qué lo conveniente se rompe y ello en razón de la infidelidad de las Iglesias dominantes a la promesa divina hecha al pueblo elegido. Este instrumento lo encontrarán en el pensamiento dispensacionista de J.N. Darby (1800-1882), aportado a Estados Unidos durante la primera mitad del siglo XIX, el cual conocerá un éxito inmenso a partir del fin de siglo gracias a numerosas conferencias proféticas que se dan para hacer frente a un medio incierto.
Insertada sobre el revivalismo, esta visión del mundo que pone en el centro de su dispositivo la espera del fin de los tiempos de la gracia, dota al movimiento fundamentalista de un sentido de la urgencia que traduce muy bien la siguiente cita extraída de un libro de Moody:
“Yo miro este mundo como un buque naufragado. Dios me ha dado un poder de salvación y me ha dicho ‘Moody, salva a todos aquellos que tú puedas’”.
Hay que convenir con Sandeen (1970 a y b) que el dispensacionalismo induce a una actitud retrógrada en el campo político y produce una indiferencia de los asuntos públicos. Pero el análisis tan acucioso de este autor, nos parece, pasa por alto lo que conforma precisamente la especificidad de la actitud política del movimiento fundamentalista durante su período de apogeo (1914-1926), dicotomizando todo, con sus representantes, en función de su adhesión al dispensacionalismo (Leroy Moore, 1967).
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»El autor, Daniel Alexander, es profesor del Departamento de Sociología de la Universidad de Ginebra, Suiza.
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