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domingo, 26 de abril de 2009

Fundamentalista o integrista


Profesor Daniel Alexander


ABSTRACT

The purpose of this article is to explore whether it is legitimate to treat the terms integrism and fundamentalism as synonymous. Problems arise from the fact that the realities that gave birth to these concepts belong to different historical periods and civilizations. The social impact of these terms, therefore cannot be compared. In order to discuss these questions, the original milieus that originated the concepts are explored. Special attention is given to the sociological factors that helped to shape them and how semantic changes have occurred through time.


PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA

Desde hace algún tiempo la noción de integrismo ha venido a ser una especie de terreno común; la prensa ha acaparado este término para caracterizar a los resurgimientos actuales de todos los movimientos ideológico-políticos supuestamente reaccionarios, que han abordado de cerca o de lejos, a la religión para fundamentar su militarismo. Hemos escuchado en los últimos años el empleo de este término conocido en Occidente, por una exageración fantástica a propósito del Islam y en particular de la revolución iraní. Se recuerdan con frecuencia sus antecedentes al interior del movimiento de monseñor Lefevre. La temática que se propone en principio es saber si se pueden efectuar acercamientos de este tipo, y si es legítimo tratar bajo el mismo concepto realidades pertenecientes a civilizaciones y épocas diferentes, en las que el impacto social es incomparable.


Jean Francois Clement (1982) hace una crítica extremadamente penetrante del repertorio de los términos utilizados por los periodistas y los islamólogos para hablar de recientes movimientos musulmanes que “buscan hacer del Islam, tal como ellos lo comprenden, el determinante único de su identidad”, mostrando hasta qué punto éste es resultado del etnocentrismo. La expresión “integrismo musulmán” forma parte de ese arsenal y Clement remarca que este concepto es siempre utilizado en forma errónea (Ibíd.).


Entonces, ¿es a instancias de los periodistas y de los sociólogos anglosajones del Islam (cfr. Huphrey, Keddie Von Siners), que se prefiere el concepto de fundamentalismo? Estos dos términos son sustituibles cuando se sabe que este último concepto no figura en el léxico francés más común y ¡que la palabra “integrismo”, teóricamente posible, no se encuentra al hacer una revisión en la literatura anglosajona! El hecho es que estos dos términos se utilizan como recurso para caracterizar una misma realidad pero ¿son equivalentes?


La dificultad de responder a tal pregunta proviene del hecho de que el análisis puede ser pertinente y debe ser manejado en dos planos, los cuales no siempre son posibles de distinguir. Al comienzo estos dos conceptos se ligan a los movimientos que son constituidos en una época precisa de la historia moderna, dentro de las dos grandes confesiones cristianas y es por extensión que han terminado por designar frecuentemente, en boca de sus adversarios, un cierto tipo de posición teológica y de opción ideológico-política que es reclamada por estos movimientos originales y sus partidarios.


En sentido estricto, el integrismo designa, para empezar, a la corriente de los católicos antimodernos que aparecen en la Europa de Pio X, e incluso antes, y se constituyen enseguida de la crisis modernista desarticulada por la condenación de Alfred Laisy (1903) y por el encíclico Pascendi (1907) (Michel, 1967); monseñor Umberto Benigni (1862-1934), prelado notorio que ocupara funciones importantes en la Secretaría de Estado del Vaticano de 1906 a 1911, periodista y escritor, será uno de los principales maestros de la obra. No tiene entonces nada que ver directamente entonces con el fundamentalismo, un movimiento conservador nacido después de la Guerra de Secesión en las principales denominaciones protestantes americanas (como los bautistas, presbiterianos, y Discípulos de Cristo) quienes se articulan esencialmente alrededor de la defensa del principio de la inspiración divina y de autoridad absoluta de la Biblia contra el vacío de la teología liberal, y los métodos histórico-críticos cada vez más enseñados en las escuelas y los seminarios de teología. Este movimiento tendría su auge después de la Primera Guerra Mundial, gracias a la controversia antievolucionista que irrumpe en ciertos Estados para hacer excluir de los programas escolares la enseñanza del darwinismo (Garrison, 1968).


Pero si no existe algún vínculo concreto entre el movimiento católico integrista y el movimiento fundamentalista protestante, así definidos, no es porque los acercamientos que pueden ser efectuados, en particular sobre la base del hecho de que son nacidos más o menos en el mismo momento, se inscriben en una coyuntura sociohistórica similar. Esto sugiere que, en menoscabo de la diferencia de los contextos confesionales, es posible dar cuenta de su emergencia y de su desarrollo por los factores sociológicos comunes. Esta temática es el centro de nuestra problemática.


Pero otra de las preguntas dentro del contexto sociológico es: ¿el acercamiento entre estas dos corrientes históricas puede imponerse sobre la base de características intrínsecas que les serían comunes? Sobre este tema, el examen del vocabulario a disposición en las diferentes lenguas, para designar la corriente católica de la que habíamos hablado, revela un aspecto interesante de este problema; no es inútil saber que el inglés y el alemán evitan las palabras “integrismo” e “integrismos”, y prefieren un término donde la etimología es la misma, pero que no deriva exactamente de la misma raíz y no evoca, como en el francés, una religión íntegra y pura; se trata respectivamente de “integralismo” (Nueva Enciclopedia Católica, 1967) y de “integralismos” (Lexicon für Theología und Kirche, 1933). Como bien lo ha comprendido Emile Poulat (1969, 25 1970), la cuestión de saber qué es el integrismo se acerca en buena parte al estudio del catolicismo integral. Para nuestro propósito, viene a ser esencial saber si el fundamentalismo constituye o no un movimiento “protestante integral”, y si el fundamentalismo o el integrismo eran al principio manifestaciones del integrismo religioso. Nos será necesario entonces definir cuidadosamente lo que entendemos por ello, analizando todas las implicaciones.


Si intentamos comprender por qué estos dos conceptos se van cargando poco a poco del significado que se les adjudica hoy en día por los medios de comunicación, hay que fijarse en el hecho de que los movimientos que les han dado nacimiento, se han constituido desde el inicio de los conflictos con los movimientos modernistas.


Es imposible hacer una abstracción de la estructura polémica sobre la que se apoyan. Es verdad que en los medios católicos la palabra integrismo ha sido utilizada al inicio por los adversarios de aquellos que se llamaban a sí mismos los “católicos integrales”, al mismo tiempo que, por otra parte, la palabra “modernista” ha sido empleada por la jerarquía romana para descalificar a aquellos que L. Kurtz designa bajo el concepto de “insidious deviants” (1983: 1087). De otra forma dicho, el “enemigo adentro”, porque ellos encarnan la mala manera de ser moderno dentro de una Iglesia que, por definición, pretende siempre ser detentadora de la verdadera modernidad (Poulat 1977a, 135; 1977b, 22-230).


Del lado protestante se constata que la primera aparición de la palabra “fundamentalista” puede leerse bajo la pluma de uno de sus representantes quien, contrariamente a los primeros católicos integristas, la reivindica para él mismo. Pero también muy pronto, y en el seno de la denominación donde nació este término, será utilizado para estigmatizar la actitud extrema de aquellos que estaban dispuestos a separarse de su Iglesia para unirse a un movimiento interdenominacional constituido, sobre la base de la adhesión a las posiciones más intransigentes, concernientes a la infalibilidad y la inspiración verbal de la Biblia, actitud con la que el inventor de este término no se identificaba (Mardsen 1980; 159; 168-169).


Tanto en un caso como en el otro, se ve entonces bien que el concepto escapa a un proceso de identificación social unívoco, ya que está investido por el significado que le dan sus adversarios; por ende, todo ámbito polémico al que pertenece debe ser tomado en cuenta por el sociólogo.


En ambos casos mostraremos cómo en el movimiento social al que el concepto nos envía, se estructura la amplitud de este campo polémico. Resulta que el sentido derivado que han tomado estos dos conceptos, algunos después de seis a ocho décadas de su aparición, está forzosamente sujeto a todas las polémicas subsecuentes que se han dado dentro de las Iglesias alrededor de la cuestión de su relación con la modernidad. Y ahora, han terminado por designar una especie de nebulosa del fenómeno, cuyas manifestaciones múltiples no tienen forzosamente filiación directa con su origen en el cristianismo mismo. Esto es debido a que no es necesario que exista una tradición fija, llevada por un grupo determinado, que asegure la continuidad real para que una identificación con el movimiento de base pudiera ser establecida. Por ejemplo, los hilos tan tensos existentes entre el integrismo histórico de monseñor Benigni y el movimiento actual de monseñor Lefevre. Esto no impide que debamos pensarlos el uno frente al otro y con los mismos instrumentos, y sobre todo a partir del modelo del funcionamiento social (Poulat 1877b, 212-213; 1978; 1980, 280-281).


De la misma manera, el camino que lleva al fundamentalismo americano, que se afirma entre los años 1870-1925, al vacío sociopolítico de lo que se llama la “nueva derecha cristiana” vigente en ese país, está sembrado de rupturas, de crisis y de interrupciones (Gasper, 1963). La coincidencia del contexto es que emerge (una crisis de valores morales y de la conciencia nacional), la permanencia de sus temáticas de contestación y de conflicto frente a los “modernistas” (la conspiración de las “fuerzas satánicas” contra la nación, las amenazas sobre la educación cristiana en las escuelas, etc...), el nivel social y cultural de sus adeptos, y los medios políticos puestos en práctica (estrategias de boicot electoral), hacen que no se les pueda tratar en la misma perspectiva (Gannon 1981,74-77; Zwier 1982, 33-34; Mc Loughlin 1978).


Por otro lado, es porque estos movimientos están determinados por las oposiciones que se suscitan y que se organizan en la medida en que pueden nombrar a su adversario como lo ha dicho A. Touraine (1973, 362)—, que son precisamente permeables a otros conflictos presentes en la sociedad global, y que contribuyen a detectarlos cristalizándolos alrededor de dos vías antagónicas que conducen a una sociedad mejor. De ahí el hecho que conduzcan frecuentemente la práctica social específica de un grupo en una situación de opresión o de declive que nos corresponderá descubrir.


¿Los movimientos de tipo c pueden ser considerados como movimientos sociales en el sentido de Touraine? Sí, si se les considera bajo el ángulo de una dialéctica de identidad, de oposición, y de la totalidad a las que obedecen largamente, a condición de no aislarlas de su contexto de emergencia polémica, como lo hemos visto (Touraine, ibid 301). Sí, también, en la medida en que encontramos en su mirada profunda una tentativa organizada de actores luchando por el control de la historicidad de una colectividad concreta (Touraine 1978, 104), pero a condición de que sobrepasemos el nivel de la confrontación doctrinal de dos facciones religiosas rivales en el seno de una misma institución, para enfocarnos en las “fuerzas sociales” de las cuales estos movimientos obtienen su ímpetu (Niebuhr 1937, 527). Por otra parte, intentaríamos responder que proceden de una reacción a la innovación, ya que defienden un orden social inspirado por fuerzas nuevas.


Por lo tanto, este último punto está lejos de ser tan claro como para que destaque a primera vista. El especialista en Islam, N. Keddie (1980) ha sabido relacionar bien el debate a propósito del “Jomeinismo”, mostrando que el fundamentalismo de Jomeini le ha conducido a optar por un Islam tan nuevo que no espera hacerse el campeón de la preservación de las tradiciones de la comunidad chiita. Imponiéndose sobre los Ulemas para ejercer directamente el poder, llegando hasta declarar que la monarquía es anti-islámica y que no hay necesidad de legislación ya que todo se encuentra en el Corán, Jomeini innova en relación a una actitud que puede calificarse de tradicionalista, y que existe también en el seno del chiismo iraní. Lo que, por otra parte, lleva a este autor a introducir el uso del concepto de integrismo como concepto genérico globalizador de todos los movimientos de tipo islámico. Estamos aquí, y muy directamente, vinculados ya a nuestra pregunta inicial.


Por ello nuestro artículo gira, a fin de cuentas, alrededor de dos problemas. Para empezar, el estudio de la relación entre estos dos movimientos y el proceso de secularización nos permitirá precisar cómo se insertan en el campo ideológico y político. Más generalmente, nos permitirá percibir la articulación específica que se entrelaza entre el nomos religioso y los diferentes subsistemas sociales en el seno de estos movimientos. Veremos en qué medida se estructuran alrededor de los campos de resistencia privilegiados en este proceso.


En seguida, nos detendremos sobre el problema de las relaciones entre integrismo, fundamentalismo y temporalidad social. Deberemos fijarnos particularmente en ver cómo estos movimientos, al interior de sus tradiciones respectivas, intentan establecer las mediaciones entre pasado, presente y porvenir, examinando si es posible construir un paradigma común que vaya más allá.


Hemos ya destacado que el integrismo, así como el fundamentalismo, se subrayan por la permanencia de una posición antimodernista más allá de la inestabilidad de sus manifestaciones sociales concretas. ¿No habría precisamente una relación estrecha entre la forma en que estos movimientos viven la duración, y su rechazo a una modernidad que ellos reprueban en nombre de su identidad específica? Sobre este punto, el análisis de la trayectoria que han seguido los primeros fundamentalistas e integristas puede sernos muy útil para evaluar las oportunidades que tienen actualmente los movimientos islámicos de resistir a la presión de una modernización impuesta desde el exterior, y su potencial revolucionario. ¿Tienen estos movimientos la capacidad de informar las transformaciones socioeconómicas y culturales con las que sus países son confrontados? ¿Tienen la capacidad de jugar un rol permanente institucionalizando la protesta de la que son portadores?

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