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jueves, 11 de septiembre de 2008

La Donación de Constantino

Dos importantes falsificaciones fueron usadas efectivamente por los papas romanos durante este período. La primera era conocida como la Donación de Constantino.


Este documento espurio declaraba que cuando el emperador Constantino había cambiado su capital a Constantinopla en 330, le había dado al obispo de Roma soberanía so­bre todo el mundo occidental, y le había ordenado a todo el clero cris­tiano de ser obediente al obispo romano.( La falsificación era, tusca, porque tenía consideraciones históricas y literarias del Siglo VIII Probablemente fue producida alrededor del año 754 en un esfuerzo por inducir a Pepino el Breve y a sus sucesores a reconocer las pretensiones seculares del papado en Occidente. Fue una falsificación que tuvo éxito, porque no sólo hizo que Pepino le diera al papado la tierra de Italia conquistada a los lombardos, sino también hizo que sus sucesores reconocieran la Donación como genuina y basaran su conducta sobre ella.


La falsificación no fue descubierta hasta el Siglo XV, después que el documento había servido ya bien para su propósito.


El otro documento incluido en la misma falsificación era conoci­do como "Los Decretos Seudo-Isidorianos". Isidoro de Sevilla había coleccionado en el Siglo VII leyes y decretos genuinos y los había pu­blicado como guía para acción futura. La falsificación de algunos de­cretos adicionales tuvo lugar un siglo después. Su propósito era ele­var el oficio del papa contra las pretensiones de los arzobispos y me­tropolitanos citando los documentos primitivos en favor del papa. Fue usado oficialmente por los papas después de la mitad del Siglo IX. Para el tiempo en que se probó que era una falsificación en el Siglo XVIII, este fraude piadoso también había sido eficaz para estable­cer el poder del papa sobre la iglesia.

Factores del feudalismo

El hijo y tres nietos de Carlomagno continuaron su reinado, pero la decadencia ya había empezado a socavarlo. El gobierno de la línea carolingia (la línea de Carlos) se rompió en los últimos años del Siglo IX. Con la declinación de un fuerte gobierno central se desarrolló el movimiento conocido como feudalismo. Fue un proceso sencillo y na­tural. Cuando no hubo un rey central, los caciques locales fuertes se organizaron a sí mismos y a los que ellos podían gobernar, en peque­ños ejércitos y reinos. El tamaño del reino dependía de la fuerza del cacique. Algunas veces consistía simplemente de una ciudad; algunas veces incluía grandes áreas. Cada reino se convirtió en una completa monarquía. El soberano o gobernador requería que todos los del área de su reino le juraran fidelidad personal a él.


La clase más baja en este sistema era la de los siervos. Estos hom­bres y mujeres eran los esclavos laborantes y eran tratados como ense­res pertenecientes a la tierra. Arriba de ellos en dignidad estaban los libertos, que no eran esclavos, pero que no tenían privilegios y tenían muy poca libertad. Los nobles eran propietarios de la tierra por el fa­vor del soberano, y administraban a veces pequeños sectores y algu­nas veces grandes áreas. Eran ellos los que ejercían completa supervisión sobre los libertos y los siervos bajo ellos. Los nobles más importan­tes servían como una especie de consejo consultivo del soberano y ayudaban en funciones comunales, tales como la administración de justicia y empresas de la comunidad. Cuando amenazaba el enemigo, todos estos vasallos tomaban las armas para proteger los derechos del soberano.


A primera vista puede parecer que el feudalismo dañaría grandemente los intereses del sistema católico romano. Algunos de los re­yezuelos podían ser hostiles a las pretensiones del papa. De hecho, el resultado inmediato del feudalismo fue la declinación en autoridad y prestigio del oficio papal. Los obispos eran nobles en muchos de esos pequeños reinos y estaban obligados a jurar lealtad al soberano secu­lar. La obra religiosa se descuidaba por la presión de los deberes seculares.


Sin embargo, cuando se mide en términos de siglos, el sistema pa­pal no fue dañado permanentemente por el feudalismo. Los obispos algunas veces llegaban a ser soberanos en pequeños reinos, o como va­sallos algunas veces recibían grandes extensiones de tierra del sobera­no. Subsecuentemente, muchas de estas tierras cayeron en manos de la Iglesia Romana. Además, una reacción popular contra la autoridad secular resultó en una celosa devoción a las cosas espirituales por parte de los obispos. Aun más, el trato benévolo concedido a los vasallos por los obispos que estaban en lugares de autoridad, contrastando consi­derablemente con el trato concedido por los soberanos seculares en muchos casos, resultaba en un sentimiento de afecto y lealtad entre las clases más bajas hacia los líderes religiosos. Todos estos factores del feudalismo obraron para beneficio del sistema romano aunque el pres­tigio y la autoridad del papa estaban en decadencia.

Las controversias doctrinales papales



Las controversias doctrinales en que los papas romanos se metieron tenían su fuente, como puede suponer­se, principalmente en las especulaciones del Oriente. Estas controver­sias influyeron mucho, sin embargo, para que se establecieran relacio­nes eclesiásticas y seculares. En este período el papado se propuso de­clarar directamente su autoridad, no sólo sobre rivales eclesiásticos, sino también sobre poderes seculares.


Una de las primeras disputas sucedió cuando el patriarca de Constantinopla se negó a desterrar a un hereje. El papa Félix III (483-92) intentó excomulgar al patriarca, destituvéndolo del sacerdocio, y aislándolo de la comunión católica y de los fieles. Félix declaró que su autoridad como sucesor de Pedro lo capacitaba para hacerlo así. Sin embargo, hasta los obispos orientales que habían sido leales al papado informaron a Félix que él no tenía poder de esta clase, y que ellos escogían comunión con Constantinopla antes que con Roma. Por trein­ta y cinco años continuó este cisma. Mediante sagacidad política, un papa posterior arregló el cisma sin pérdida de dignidad.


Una controversia doctrinal muy importante fue arrastrada de una época anterior —el asunto de la naturaleza de Cristo. El concilio de Calcedonia (451) había definido la naturaleza de Cristo como do­ble: completamente divina y completamente humana. La decisión del concilio no convenció a muchos del Oriente. Los oponentes de esta de­cisión tomaron el nombre de monofisitas (una naturaleza). Práctica­mente todo Egipto y Abisinia, parte de Siria y la mayor parte de Arme­nia adoptaron el monofisismo y lo han retenido hasta el presente. En un esfuerzo por apaciguar esta gran sección del mundo oriental, el emperador Zenón (474-91) de Constantinopla emitió un decreto que prácticamente anulaba la definición de Calcedonia, pero el único re­sultado fue indisponer al Occidente.


En otro esfuerzo por aplacar a los monofisitas, el emperador Justiniano (527-65) emitió una serie de edictos en 544 que también com­prometía la definición de Calcedonia en favor de la interpretación Alejandrina, diciendo que la naturaleza humana de Cristo estaba subordinada a la divina. El papa Virgilio (538-55) que debía su oficio a la influencia imperial, al principio rehusaba aceptar la decisión de Justiniano, pero la presión imperial en 548 lo indujo a consentir. Dos años después cambió de opinión y se negó a asistir a un concilio para discutir el asunto. Al fin del concilio de 553, el papa Virgilio fue exco­mulgado, y los edictos de Justiniano recibieron autorización del conci­lio. Entonces el papa se excusó y aceptó la decisión del concilio, y la excomunión fue quitada.


Todavía se hizo otro intento de conciliar a los monofisitas. Mediante la influencia del Patriarca Sergio de Constantinopla, el Empe­rador Heraclio propuso una interpretación doctrinal que en 633 produ­jo reacción favorable de los monofisitas. Esta interpretación desvió la discusión de la naturaleza a la voluntad o energía, declarando que Cristo tenía una energía o voluntad divina-humana. El papa Honorio (625-38) fue consultado y contestó que Cristo tenía una voluntad, pero que la expresión "energía" no debía usarse, porque no era escritura­ría. Los siguientes papas adoptaron el otro lado de la cuestión. Uno de ellos, el papa Martín I (649-55), desafió la orden del emperador Cons­tancio II (642-68) de no discutir el asunto, y reunió al sínodo romano en 649, que, entre otras cosas, condenó la orden del emperador. El emperador rápidamente capturó al papa y lo envió a morir en el exi­lio. Sin embargo, los monofisitas, mientras tanto, habían sido subyugados por la invasión mahometana, así que para complacer a Roma y restaurar la unidad, el emperador Constantino IV (668-85) convocó el sexto concilio universal en Constantinopla en 680-81, que declaró que Cristo tenía dos voluntades. Es muy interesante que este concilio condenara al llamado infalible papa Honorio por hereje.


Probablemente lo más amargo de las controversias doctrinales empezó en el Siglo VIII, y es conocido como la "controversia icono­clasta" (destructora de imágenes). El uso de imágenes en la adoración se había vuelto muy popular tanto en el cristianismo oriental como en el occidental desde el tiempo de Constantino, que había muerto en 337. Los cristianos primitivos habían rehusado tener ídolos o imágenes en la casa o en el templo, y por esa razón eran llamados ateos por los paganos del Siglo II. Sin embargo, la influencia del paganismo produ­jo el amplio uso de las imágenes, ostensiblemente al principio con el único propósito de enseñar mediante los cuadros y las estatuas. Esas imágenes pronto empezaron a ser vistas como poseedoras de cualida­des divinas. Eran veneradas, besadas, y en algunos casos adoradas por los entusiastas devotos. Los mahometanos objetaron vigorosamente esta idolatría, y, en parte como un movimiento político para apaciguar al califa mahometano, el emperador León el Isaurio (717-41) emitió un edicto en 730 contra el uso de imágenes. Pese a la fanática oposi­ción de los monjes, las imágenes fueron quitadas de las iglesias orientales.


Cuando el emperador ordenó a las iglesias de Occidente que qui­taran las imágenes, encontró más oposición. El argumentó al papa que la adoración de imágenes está prohibida tanto por el Antiguo como por el Nuevo Testamento y por los padres primitivos, y que es pagana en su arte y herética en sus doctrinas. En respuesta el papa Gregorio II (715-31) dijo que Dios había mandado que se hicieran querubines y serafines (imágenes); que las imágenes preservan para el futuro los retratos de Cristo y de los santos; que el mandamiento contra las imágenes era necesario para prevenir a los israelitas de la idolatría pagana, pero que este peligro ya no existía; y que la adora­ción y postración ante las imágenes no constituye culto, sino senci­llamente veneración. La controversia continuó por más de un siglo.


Por medio de maniobras políticas de la regente Irene, el séptimo concilio universal de Nicea en 787 sostuvo el derecho de culto a las imágenes. Carlomagno, emperador en Occidente, se opuso de plano al decreto de este concilio y a la posición de los papas, insistiendo en que las imágenes eran para ornamento, no para culto. Durante la contro­versia el papa Gregorio III (731-41) pronunció la sentencia de exco­munión contra cualquiera que quitara, destruyera o dañara las imáge­nes de María, de Cristo, y de los santos. Esta actitud fue continuada por los papas, a pesar de la oposición de Carlomagno. El emperador León el armenio (813-20) anuló los decretos del Segundo Concilio de Nicea de 787 tan pronto como asumió su oficio, pero el culto a las imágenes obtuvo la victoria final cuando la regente Teodora (842-67) ordenó que las imágenes fueran restauradas y los iconoclastas perseguidos. En el Oriente se puso una limitación a las imágenes, per­mitiendo solamente pinturas y mosaicos en los templos. Las estatuas que se proyectaran más allá del plano de la superficie fueron prohibi­das. No se hizo limitación de esta clase en el Occidente. Las imágenes fueron todavía más veneradas y ampliamente usadas como resultado de la controversia.

Papas destacados del período medieval

La obra de León I (440-61) ya se ha mencionado. Durante los últimos años de su ponti­ficado mostró su creciente poder al humillar al arzobispo Hilario de Arlés al restaurar a un obispo que Hilario había depuesto legalmente, y al meter a Hilario a prisión por desobediencia. El se metió en rivali­dades eclesiásticas en Grecia y el Norte de África y pretendió autori­dad final sobre todo cristiano.


Gelasio (492-96) declaró el primado del papa romano en toda iglesia del mundo; Símaco (498-514) sostuvo que ningún tribunal en la tierra podía enjuiciar a un papa. Gregorio I (590-604) fue posible­mente el papa más capaz del período medieval. Con cuidadosa diplo­macia él procuró el apoyo imperial, y estableció la práctica de conce­der el palio a cada obispo, haciendo necesario el consentimiento del papa para una ordenación o consagración válida. Una parte de su pro­grama daba énfasis a la necesidad del celibato para el clero (soltería). Su teología resumía el sistema sacramental del período medieval y era notable especialmente por su énfasis sobre las buenas obras y el purga­torio. Su interés misionero en Inglaterra lo hizo enviar al monje Agus­tín en 596. El revisó el ritual y la música de la iglesia y trabajó para ha­cer uniforme por todo el mundo el modelo de Roma. Su choque con el patriarca de Constantinopla no tuvo éxito completo (como se verá en páginas siguientes), pero él no permitió que esto disminuyera su exaltado concepto de su oficio. Nicolás I (858-67) fue el último papa sobresaliente antes del diluvio anárquico. El exaltó el programa mi­sionero, excomulgó al patriarca de Constantinopla durante un breve cisma, obligó al santo emperador romano, Lotario II, a volver a tomar a la esposa de la que se había divorciado, y humilló a los arzo­bispos que eran morosos en obedecer sus instrucciones al pie de la letra.


Anarquía y Confusión

Debilidades en las pretensiones romanas

La Iglesia Católica Romana no obtuvo su dominante posición sin encontrar fuerte oposición de otros cristianos. Esto era de esperarse. La dignidad de la sede romana siempre había sido reconocida, pero crear una monarquía eclesiástica con el obispo romano como su cabe­za era difícil, de acuerdo con el pensamiento de los líderes cristianos primitivos. Los primeros obispos romanos acerca de los cuales hay in­formación histórica directa eran censurados por los obispos vecinos por infracciones en asuntos eclesiásticos y doctrinales.


Antes del fin del Siglo II, los obispos romanos fueron condenados por seguir la here­jía montañista y fueron excomulgados por laxitud eclesiástica. Difícil­mente se hubiera esperado de los hombres que estaban al tanto de esta historia que aceptaran al pie de la letra las arrogantes pretensio­nes que después se desarrollaron.


Había varias flaquezas definidas en las pretensiones del primado de la Iglesia Romana. Algunas de ellas pueden notarse.


Relativa a la sucesión apostólica. — Roma no era la única iglesia con una fuerte tradición. Tanto Ireneo (185) como Tertuliano (2()0) señalan que muchas iglesias habían sido fundadas por los apóstoles y tenían escritos apostólicos. Corinto, Filipos, y Efeso se mencionaban en particular. Aun más: Gregorio I (590-604), uno de los más grandes papas romanos, admitía que las iglesias de Alejandría y Antioquia tenían el mismo fondo que Roma. Su carta decía: "Como yo mismo, vos­otros que estáis en Alejandría y en Antioquia sois sucesores de Pedro, viendo que Pedro, antes de venir a Roma tuvo la silla de Antioquia, y envió a Marcos su hijo espiritual a Alejandría. Entonces, no permi­táis que la sede de Constantinopla eclipse vuestras sedes, que son las de Pedro." En otras palabras, si la base de la autoridad romana, como se pretendía, es la sucesión de Pedro, entonces Antioquia y Alejandría deberían tener una pretensión anterior a la de Roma. De hecho, sí la tradición constituía la base de la autoridad, entonces Jerusalén, donde Jesús estableció la primera iglesia, debía tener el primado.

Dominio universal relativo a Pedro

Relativa a Pedro. — Debe notarse en particular que las pretensio­nes de la Iglesia Romana de un dominio universal por la pretendida primacía de Pedro se hicieron muy tarde. Inocente I (402-17) fue el primer obispo romano en basar su autoridad en la tradición de Pedro. Por ese tiempo, debido a la influencia de muchos otros factores, Roma ya era reconocida como de los principales obispados en el cristianismo. León I (440-61) preparó la primera exposición escrituraria de las posteriores pretensiones papales acerca del primado de Pedro, basándo­las, como ya se discutió antes, en Mateo 16:18, 19, Lucas 22:31, 32, y Juan 21:15-17.

En el primer pasaje las palabras importantes son "sobre esta roca", puesto que la promesa de atar y desatar se repite a todos los discípulos en otras ocasiones (véase Mateo 18:18 y Juan 20:23). ¿Cuál es la roca sobre la que Jesús edificaría su iglesia? Los teólogos más grandes de los primeros cuatro siglos no estaban de acuerdo con la opi­nión romana. Crisóstomo (345-407) decía que la roca era la fe de la confesión; Ambrosio (337-97) decía que la roca era la confesión de la fe universal; Jerónimo (340-420) y Agustín (354-430) interpretaban la roca como Cristo. Si uno desea ser literal en la interpretación de este pasaje, debiera continuar su criterio hasta el versículo 23, donde Jesús llama Satanás a Pedro. Los pasajes de Lucas y Juan deben ser total­mente desviados de su significado para apoyar la dominación papal universal.

Aun más: la lectura del Nuevo Testamento no puede dar la im­presión de ningún primado por parte de Pedro. Aparentemente Pe­dro no lo reconocía; él dio una explicación detallada a la iglesia de Je­rusalén por bautizar a Cornelio. Los otros discípulos aparentemente eran ignorantes de él, porque Jacobo, no Pedro, presidió la conferen­cia de Jerusalén. El agudo reproche de Pablo a Pedro, y la admisión del error de Pedro sugieren que Pablo no había sido informado del pri­mado de Pedro.

La pretensión católica romana de que Pedro fue el primer obis­po de Roma y sirvió en este puesto por veinticinco años no tiene nin­gún apoyo en absoluto en las Escrituras ni en la tradición primitiva. Es más difícil ver cómo esta postura puede sostenerse en vista de la carta de Pablo a los Romanos (cerca del 58), que no hace ninguna mención de Pedro, y el relato de la residencia de Pablo en Roma en los Hechos de los Apóstoles. Se tomó el acuerdo en el concilio de Jerusalén de que Pedro limitara su ministerio a los judíos y judíos cristianos. Parece pro­bable que la iglesia de Roma fuera predominantemente gentil, y sería muy inverosímil que la carta de Pablo a los Romanos tuviera algunas expresiones como las que tiene si Pedro hubiera fundado la Iglesia Ro­mana y estuviera sirviendo como obispo.

Principio de igualdad de los obispos


Si la antigüedad y la tradición poseen alguna autoridad, el principio de la igualdad de todos los obispos debiera pretender un primer lugar. Esta era una creencia muy antigua y universal. El Nuevo Testamento muestra que aun los mismos apóstoles respetaban la autoridad de las iglesias que habían establecido. Antioquia no le pidió permiso a Jerusalén para empezar el movimiento misionero, y Pablo no consultó primero a Pedro antes de predicar la salvación a los gentiles por todo el Imperio Romano.


En el segundo siglo se siguió el mismo principio. El obispo Ireneo de Lyon condenó al obispo Eleuterio de Roma (174-89) por seguir la herejía y reprendió al obispo Víctor de Roma (189-98) por intoleran­cia; sin embargo, reconocía su derecho final de tener sus propias opi­niones.


Orígenes (182-251) negaba que la iglesia cristiana estuviera edificada sobre Pedro y sus sucesores; todos los sucesores de los após­toles, decía él, son igualmente herederos de esta promesa. Cipriano (200-258) declaró enfáticamente la igualdad de todos los obispos, di­ciendo que cada obispo tiene el episcopado en su totalidad. Hasta Je­rónimo (340-420), famoso como un proponente papal y traductor de las Escrituras del griego y el hebreo a la Vulgata (la versión latina ofi­cial de la Biblia), observó acremente que dondequiera que se encuen­tre un obispo, sea en Roma, Constantinopla, Gubbio, o Regio, ese obis­po tiene igualdad como sucesor de los apóstoles con todos los otros obispos.


El papa Gregorio I podía usar tal argumento al protestar con­tra las pretensiones eclesiásticas de sus rivales. Si el patriarca de Cons­tantinopla es el obispo universal sobre todos los otros, entonces los obispos no son realmente obispos sino sacerdotes, escribió Gregorio. En otras palabras, Gregorio basaba su argumento en el hecho de que todos los obispos son iguales, y si uno es exaltado sobre los otros, en­tonces los otros dejan de tener en realidad el oficio episcopal.


La victoria de León I en Calcedonia en 451 —que, en el pensa­miento de muchos lo estableció como el primer papa romano— resultó del reconocimiento de las pretensiones de León respecto al primado de Pedro y a la transferencia de ese primado a los obispos romanos mediante la sucesión histórica. Ni este logro rompió la antigua creencia de que un obispo es igual a otro. Si no hubiera sido por el apoyo polí­tico y militar de los poderes militares, el obispo romano nunca hubie­ra podido declarar sus pretensiones, ni en Occidente. El obispo Hila­rio de Arlés peleó vigorosamente por mantener este principio, pero León lo humilló mediante poder político. Lo mismo sucedió con el obispo Hinemaro de Reims en su lucha con el papa Nicolás en el siglo noveno.

Rivalidades de los obispos

Puesto que Roma era el obispado más antiguo y fuerte de Occi­dente, la oposición en ese sector del mundo mediterráneo era nominal. Es cierto que Tertuliano y Cipriano, obispo de Cartago, desafiaron al obispo romano, y a través de la Edad Media se hicieron muchos es­fuerzos por resistir la usurpación del poder papal. Las invasiones de las tribus germánicas en los siglos III y IV proveyeron la oportu­nidad para que el cristianismo romano obtuviera grandes multitudes de nuevos seguidores que no conocían lealtad rival; la captura mahometana del Norte de África en los siglos VII y VIII eliminaron cualquier rival de esa área.


En el Oriente la situación era diferente. Dos centros religiosos sobresalientes se disputaban la supremacía: Antioquia, famosa por su tradición paulina, y Alejandría, considerada como petrina en su ori­gen, puesto que se pensaba que Pedro había enviado a Juan Marcos a esa ciudad como dirigente. Aun antes de la fundación de Constantinopla en 330 como capital del Imperio Romano, y antes que el obispo de Jerusalén fuera bastante fuerte para ser reconocido como patriarca, estas dos ciudades habían sido rivales eclesiásticas. Se ha hecho men­ción de la diversidad de puntos de vista en la interpretación doctrinal entre las dos ciudades. Una de las causas de la influencia del obispo de Roma era que cada una de estas dos ciudades rivales procuraba el apoyo romano en su puesto contra el otro lado. Consecuentemente, las apelaciones al obispo romano venían frecuentemente.


El concilio de Nicea (325) reconoció la igualdad de los obispos de Roma, Antioquia, y Alejandría. El concilio de Constantinopla en 381 elevó al obispo de Constantinopla a la dignidad de patriarca, y el concilio de Calcedonia en 451 le dio ese puesto también al obispo de Jerusalén. Así hubo cinco fuertes obispos que eran potencialmente ri­vales por el primer lugar. El obispo romano tenía la gran ventaja. El era el único candidato de Occidente; la antigua y aguda rivalidad mantenía a los patriarcas en constante vigilancia, no fuera que uno obtuviera algún lugar favorable; la controversia constante y el cisma impedían la organización cuidadosa y la consolidación eclesiástica en Oriente. La principal oposición a Roma venía de Constantinopla por dos razones: primera, la situación política de Constantinopla le asegu­raba su prestigio y poder; y segunda, todos los rivales, excepto Cons­tantinopla, estaban abrumados por la invasión mahometana del siglo séptimo.

Lucha de poder entre oriente y occidente en la edad media.


El cambio de la capital impe­rial de Roma a Constantinopla en 330 le trajo importante influencia eclesiástica rápidamente. En el medio siglo siguiente al establecimien­to de la ciudad como capital, Constantinopla fue elevada al lugar de principal rival de Roma, especialmente por la obra del emperador Teodosio 378-95), que hizo del cristianismo la religión oficial del estado. El concilio de Calcedonia en 451 volvió a declarar la dignidad de Constantinopla y cándidamente observó que tal eminencia se debía a la importancia política de la ciudad. Evidentemente no fue necesaria ni tradición apostólica ni ortodoxia religiosa para obtener tan elevado lugar. Para este tiempo el obispo de Constantinopla era un instru­mento del emperador en muchos aspectos. Esta situación es conocida como papado cesáreo, la dominación de la iglesia por el emperador. Las diversas controversias del mundo oriental hicieron del cristianis­mo un peligro político potencial.


Así se hizo necesario, para preservar la unidad en la esfera política, que el emperador mantuviera su dedo constantemente sobre la iglesia. Doctrinalmente, el cristianismo orien­tal desarrolló la misma clase de sacramentalismo y sacerdocio que el catolicismo occidental, aunque practicaba la inmersión trina para bautizar.


A pesar del inevitable choque entre el poder más fuerte de Orien­te y el de Occidente, el día del juicio se retrasó por las invasiones en cada área. La invasión mahome­tana de Oriente no empezó hasta el siglo séptimo. Aun antes del colap­so oriental, se hizo aparente que los obispos de Alejandría, Antioquia y Jerusalén no serían capaces de aguantar el conflicto eclesiástico con Roma y Constantinopla. La civilización iba moviéndose al occidente, y estas ciudades vivían de las glorias del pasado.


El obispo de Constantinopla, sin embargo, desafió las pretensio­nes del obispo romano, particularmente después que el concilio de Cal­cedonia (451) hubo hablado en términos tan exaltados del lugar del oficio de Constantinopla. Ya se hizo referencia en el capítulo anterior al esfuerzo del papa Félix III para excomulgar al patriarca Acacio de Constantinopla en 484, y a la negación del mundo oriental de aceptar tal autoridad por parte del papa. La historia del papa Virgilio y su hu­millación por el Oriente (mediante el poder imperial) en el concilio de 553 ya se ha relatado. Las pretensiones del patriarca de Constantinopla se hicieron más extravagantes cuando el emperador Justiniano (527-65) recapturó Italia de los bárbaros cerca del año 536 y empezó a gobernar al papa. Las ambiciones de Constantinopla no eran diferen­tes de las de Roma. Constantinopla, la capital imperial, ya no sería idéntica a Roma, o ni siquiera igual, pero suplantaría a Roma.


En la última década del siglo sexto el obispo Juan de Constantinopla reclamó el título de "patriarca ecuménico". El papa de Roma, ¡in ayuda de poder militar y político, sólo podía protestar e intrigar, Gregorio I (590-604), hizo circular cartas entre los obispos de Oriente, argumentando que no podía haber tal cosa como un obispo universal o papa, basando sus declaraciones en la igualdad de todos as obispos. El rogaba a los patriarcas de Alejandría y Antioquia que o reconocieran las pretensiones del obispo de Constantinopla, puesto que ellos, como él mismo, eran sucesores de Pedro. El papa no hizo ninguna demanda por su sucesión de Pedro, ni excomulgó a nadie. La batalla de títulos fue ganada temporalmente por el obispo de Constantinopla, aunque Gregorio asumió uno nuevo: “siervo de los siervos de Dios".

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Bienvenido a Haskala QUMRÁN :"La Historia es una sola que se entré tejé con la económia,cultura,creencias, política y Dios la sostiene en el hueco de su mano y tú eres uno de sus dedos"
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