La obra de León I (440-61) ya se ha mencionado. Durante los últimos años de su pontificado mostró su creciente poder al humillar al arzobispo Hilario de Arlés al restaurar a un obispo que Hilario había depuesto legalmente, y al meter a Hilario a prisión por desobediencia. El se metió en rivalidades eclesiásticas en Grecia y el Norte de África y pretendió autoridad final sobre todo cristiano.
Gelasio (492-96) declaró el primado del papa romano en toda iglesia del mundo; Símaco (498-514) sostuvo que ningún tribunal en la tierra podía enjuiciar a un papa. Gregorio I (590-604) fue posiblemente el papa más capaz del período medieval. Con cuidadosa diplomacia él procuró el apoyo imperial, y estableció la práctica de conceder el palio a cada obispo, haciendo necesario el consentimiento del papa para una ordenación o consagración válida. Una parte de su programa daba énfasis a la necesidad del celibato para el clero (soltería). Su teología resumía el sistema sacramental del período medieval y era notable especialmente por su énfasis sobre las buenas obras y el purgatorio. Su interés misionero en Inglaterra lo hizo enviar al monje Agustín en 596. El revisó el ritual y la música de la iglesia y trabajó para hacer uniforme por todo el mundo el modelo de Roma. Su choque con el patriarca de Constantinopla no tuvo éxito completo (como se verá en páginas siguientes), pero él no permitió que esto disminuyera su exaltado concepto de su oficio. Nicolás I (858-67) fue el último papa sobresaliente antes del diluvio anárquico. El exaltó el programa misionero, excomulgó al patriarca de Constantinopla durante un breve cisma, obligó al santo emperador romano, Lotario II, a volver a tomar a la esposa de la que se había divorciado, y humilló a los arzobispos que eran morosos en obedecer sus instrucciones al pie de la letra.
Anarquía y Confusión
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