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martes, 9 de septiembre de 2008

La controversia de los monofisitas


Una controversia doctrinal muy importante fue arrastrada de una época anterior —el asunto de la naturaleza de Cristo. El concilio de Calcedonia (451) había definido la naturaleza de Cristo como do­ble: completamente divina y completamente humana. La decisión del concilio no convenció a muchos del Oriente. Los oponentes de esta de­cisión tomaron el nombre de monofisitas (una naturaleza). Práctica­mente todo Egipto y Abisinia, parte de Siria y la mayor parte de Arme­nia adoptaron el monofisismo y lo han retenido hasta el presente. En un esfuerzo por apaciguar esta gran sección del mundo oriental, el emperador Zenón (474-91) de Constantinopla emitió un decreto que prácticamente anulaba la definición de Calcedonia, pero el único re­sultado fue indisponer al Occidente. En otro esfuerzo por aplacar a los monofisitas, el emperador Justiniano (527-65) emitió una serie de edictos en 544 que también com­prometía la definición de Calcedonia en favor de la interpretación Alejandrina, diciendo que la naturaleza humana de Cristo estaba subordinada a la divina. El papa Virgilio (538-55) que debía su oficio a la influencia imperial, al principio rehusaba aceptar la decisión de Justiniano, pero la presión imperial en 548 lo indujo a consentir. Dos años después cambió de opinión y se negó a asistir a un concilio para discutir el asunto. Al fin del concilio de 553, el papa Virgilio fue exco­mulgado, y los edictos de Justiniano recibieron autorización del conci­lio. Entonces el papa se excusó y aceptó la decisión del concilio, y la excomunión fue quitada. Todavía se hizo otro intento de conciliar a los monofisitas. Mediante la influencia del Patriarca Sergio de Constantinopla, el Empe­rador Heraclio propuso una interpretación doctrinal que en 633 produ­jo reacción favorable de los monofisitas. Esta interpretación desvió la discusión de la naturaleza a la voluntad o energía, declarando que Cristo tenía una energía o voluntad divina-humana. El papa Honorio (625-38) fue consultado y contestó que Cristo tenía una voluntad, pero que la expresión "energía" no debía usarse, porque no era escritura­ría.

Los siguientes papas adoptaron el otro lado de la cuestión. Uno de ellos, el papa Martín I (649-55), desafió la orden del emperador Cons­tancio II (642-68) de no discutir el asunto, y reunió al sínodo romano en 649, que, entre otras cosas, condenó la orden del emperador. El emperador rápidamente capturó al papa y lo envió a morir en el exi­lio. Sin embargo, los monofisitas, mientras tanto, habían sido subyugados por la invasión mahometana, así que para complacer a Roma y restaurar la unidad, el emperador Constantino IV (668-85) convocó el sexto concilio universal en Constantinopla en 680-81, que declaró que Cristo tenía dos voluntades. Es muy interesante que este concilio condenara al llamado infalible papa Honorio por hereje.

Papas Poderosos. (451-1050)

La expansión de la autoridad papal durante este largo período descansaba (451-1050), en último análisis, en los hombres capaces que ocuparon la silla en Roma. La obra de León I (440-61) ya se ha mencionado. Durante los últimos años de su ponti­ficado mostró su creciente poder al humillar al arzobispo Hilario de Arlés al restaurar a un obispo que Hilario había depuesto legalmente, y al meter a Hilario a prisión por desobediencia. El se metió en rivali­dades eclesiásticas en Grecia y el Norte de África y pretendió autori­dad final sobre todo cristiano.
Gelasio (492-96) declaró el primado del papa romano en toda iglesia del mundo; Símaco (498-514) sostuvo que ningún tribunal en la tierra podía enjuiciar a un papa. Gregorio I (590-604) fue posible­mente el papa más capaz del período medieval. Con cuidadosa diplo­macia él procuró el apoyo imperial, y estableció la práctica de conce­der el palio a cada obispo, haciendo necesario el consentimiento del papa para una ordenación o consagración válida. Una parte de su pro­grama daba énfasis a la necesidad del celibato para el clero (soltería). Su teología resumía el sistema sacramental del período medieval y era notable especialmente por su énfasis sobre las buenas obras y el purga­torio. Su interés misionero en Inglaterra lo hizo enviar al monje Agus­tín en 596. El revisó el ritual y la música de la iglesia y trabajó para ha­cer uniforme por todo el mundo el modelo de Roma. Su choque con el patriarca de Constantinopla no tuvo éxito completo (como se verá en páginas siguientes), pero él no permitió que esto disminuyera su exaltado concepto de su oficio. Nicolás I (858-67) fue el último papa sobresaliente antes del diluvio anárquico. El exaltó el programa mi­sionero, excomulgó al patriarca de Constantinopla durante un breve cisma, obligó al santo emperador romano, Lotario II, a volver a tomar a la esposa de la que se había divorciado, y humilló a los arzo­bispos que eran morosos en obedecer sus instrucciones al pie de la letra.
Anarquía y Confusión
Los últimos dos siglos de este período presentaron una prueba crucial para el papado. Los sucesos de esta época se discutirán con más detalle en el capítulo 9. Puede ser suficiente hacer notar que Eu­ropa fue una anarquía después del año 880. Los disturbios en Italia convirtieron el oficio papal en un premio político mezquino. Entre 896 y 904 hubo diez papas, y la mayoría de ellos acabaron asesinados o traicionados. El período de 904 a 962 es conocido como la "pornocracia", con el significado de lujuria e inmoralidad, porque el oficio pa­pal era controlado por hombres y mujeres perversos y sin escrúpulos. De 962 a cerca del 1050 los papas fueron nombrados y gobernados por los emperadores germanos del imperio reestablecido. El papado ha­bía alcanzado su punto más bajo en prestigio y autoridad, pero un nue­vo día estaba alboreando. Mediante una eficaz reforma interna, la apa­rición de gobiernos centrales disciplinados, y la capacidad de usar ar­mas eclesiásticas, el papado pronto alcanzó nuevas alturas de poder, tanto en los ámbitos eclesiásticos como en los seculares.

Debilidades en las pretenciones del primado de roma

Había varias flaquezas definidas en las pretensiones del primado de la Iglesia Romana. Algunas de ellas pueden notarse. Relativa a la sucesión apostólica. — Roma no era la única iglesia con una fuerte tradición. Tanto Ireneo (185) como Tertuliano (2()0) señalan que muchas iglesias habían sido fundadas por los apóstoles y tenían escritos apostólicos. Corinto, Filipos, y Efeso se mencionaban en particular. Aun más: Gregorio I (590-604), uno de los más grandes papas romanos, admitía que las iglesias de Alejandría y Antioquia tenían el mismo fondo que Roma. Su carta decía: "Como yo mismo, vos­otros que estáis en Alejandría y en Antioquia sois sucesores de Pedro, viendo que Pedro, antes de venir a Roma tuvo la silla de Antioquia, y envió a Marcos su hijo espiritual a Alejandría. Entonces, no permi­táis que la sede de Constantinopla eclipse vuestras sedes, que son las de Pedro." En otras palabras, si la base de la autoridad romana, como se pretendía, es la sucesión de Pedro, entonces Antioquia y Alejandría deberían tener una pretensión anterior a la de Roma. De hecho, sí la tradición constituía la base de la autoridad, entonces Jerusalén, donde Jesús estableció la primera iglesia, debía tener el primado.

Debe notarse en particular que las pretensio­nes de la Iglesia Romana de un dominio universal por la pretendida primacía de Pedro se hicieron muy tarde. Inocente I (402-17) fue el primer obispo romano en basar su autoridad en la tradición de Pedro. Por ese tiempo, debido a la influencia de muchos otros factores, Roma ya era reconocida como de los principales obispados en el cristianismo. León I (440-61) preparó la primera exposición escrituraria de las posteriores pretensiones papales acerca del primado de Pedro, basándo­las, como ya se discutió antes, en Mateo 16:18, 19, Lucas 22:31, 32, y Juan 21:15-17. En el primer pasaje las palabras importantes son "sobre esta roca", puesto que la promesa de atar y desatar se repite a todos los discípulos en otras ocasiones (véase Mateo 18:18 y Juan 20:23). ¿Cuál es la roca sobre la que Jesús edificaría su iglesia?

Los teólogos más grandes de los primeros cuatro siglos no estaban de acuerdo con la opi­nión romana. Crisóstomo (345-407) decía que la roca era la fe de la confesión; Ambrosio (337-97) decía que la roca era la confesión de la fe universal; Jerónimo (340-420) y Agustín (354-430) interpretaban la roca como Cristo. Si uno desea ser literal en la interpretación de este pasaje, debiera continuar su criterio hasta el versículo 23, donde Jesús llama Satanás a Pedro. Los pasajes de Lucas y Juan deben ser total­mente desviados de su significado para apoyar la dominación papal universal.

Aun más: la lectura del Nuevo Testamento no puede dar la im­presión de ningún primado por parte de Pedro. Aparentemente Pe­dro no lo reconocía; él dio una explicación detallada a la iglesia de Je­rusalén por bautizar a Cornelio. Los otros discípulos aparentemente eran ignorantes de él, porque Jacobo, no Pedro, presidió la conferen­cia de Jerusalén. El agudo reproche de Pablo a Pedro, y la admisión del error de Pedro sugieren que Pablo no había sido informado del pri­mado de Pedro.

La pretensión católica romana de que Pedro fue el primer obis­po de Roma y sirvió en este puesto por veinticinco años no tiene nin­gún apoyo en absoluto en las Escrituras ni en la tradición primitiva. Es más difícil ver cómo esta postura puede sostenerse en vista de la carta de Pablo a los Romanos (cerca del 58), que no hace ninguna mención de Pedro, y el relato de la residencia de Pablo en Roma en los Hechos de los Apóstoles. Se tomó el acuerdo en el concilio de Jerusalén de que Pedro limitara su ministerio a los judíos y judíos cristianos. Parece pro­bable que la iglesia de Roma fuera predominantemente gentil, y sería muy inverosímil que la carta de Pablo a los Romanos tuviera algunas expresiones como las que tiene si Pedro hubiera fundado la Iglesia Ro­mana y estuviera sirviendo como obispo.

El principio de igualdad por tradición

Si la antigüedad y la tradición poseen alguna autoridad, el principio de la igualdad de todos los obispos debiera pretender un primer lugar. Esta era una creencia muy antigua y universal. El Nuevo Testamento muestra que aun los mismos apóstoles respetaban la autoridad de las iglesias que habían establecido. Antioquia no le pidió permiso a Jerusalén para empezar el movimiento misionero, y Pablo no consultó primero a Pedro antes de predicar la salvación a los gentiles por todo el Imperio Romano. En el segundo siglo se siguió el mismo principio. El obispo Ireneo de Lyon condenó al obispo Eleuterio de Roma (174-89) por seguir la herejía y reprendió al obispo Víctor de Roma (189-98) por intoleran­cia; sin embargo, reconocía su derecho final de tener sus propias opi­niones. Orígenes (182-251) negaba que la iglesia cristiana estuviera edificada sobre Pedro y sus sucesores; todos los sucesores de los após­toles, decía él, son igualmente herederos de esta promesa.


Cipriano (200-258) declaró enfáticamente la igualdad de todos los obispos, di­ciendo que cada obispo tiene el episcopado en su totalidad. Hasta Je­rónimo (340-420), famoso como un proponente papal y traductor de las Escrituras del griego y el hebreo a la Vulgata (la versión latina ofi­cial de la Biblia), observó acremente que dondequiera que se encuen­tre un obispo, sea en Roma, Constantinopla, Gubbio, o Regio, ese obis­po tiene igualdad como sucesor de los apóstoles con todos los otros obispos. El papa Gregorio I podía usar tal argumento al protestar con­tra las pretensiones eclesiásticas de sus rivales. Si el patriarca de Cons­tantinopla es el obispo universal sobre todos los otros, entonces los obispos no son realmente obispos sino sacerdotes, escribió Gregorio. En otras palabras, Gregorio basaba su argumento en el hecho de que todos los obispos son iguales, y si uno es exaltado sobre los otros, en­tonces los otros dejan de tener en realidad el oficio episcopal. La victoria de León I en Calcedonia en 451 —que, en el pensa­miento de muchos lo estableció como el primer papa romano— resultó del reconocimiento de las pretensiones de León respecto al primado de Pedro y a la transferencia de ese primado a los obispos romanos mediante la sucesión histórica. Ni este logro rompió la antigua creencia de que un obispo es igual a otro. Si no hubiera sido por el apoyo polí­tico y militar de los poderes militares, el obispo romano nunca hubie­ra podido declarar sus pretensiones, ni en Occidente. El obispo Hila­rio de Arlés peleó vigorosamente por mantener este principio, pero León lo humilló mediante poder político. Lo mismo sucedió con el obispo Hinemaro de Reims en su lucha con el papa Nicolás en el siglo noveno.

Oposición a las Pretensiones Romanas siglo IV

Puesto que Roma era el obispado más antiguo y fuerte de Occi­dente, la oposición en ese sector del mundo mediterráneo era nominal. Es cierto que Tertuliano y Cipriano, obispo de Cartago, desafiaron al obispo romano, y a través de la Edad Media se hicieron muchos es­fuerzos por resistir la usurpación del poder papal. Las invasiones de las tribus germánicas en los siglos III y IV proveyeron la oportu­nidad para que el cristianismo romano obtuviera grandes multitudes de nuevos seguidores que no conocían lealtad rival; la captura mahometana del Norte de África en los siglos VII y VIII eliminaron cualquier rival de esa área.
En el Oriente la situación era diferente. Dos centros religiosos sobresalientes se disputaban la supremacía: Antioquia, famosa por su tradición paulina, y Alejandría, considerada como petrina en su ori­gen, puesto que se pensaba que Pedro había enviado a Juan Marcos a esa ciudad como dirigente. Aun antes de la fundación de Constantinopla en 330 como capital del Imperio Romano, y antes que el obispo de Jerusalén fuera bastante fuerte para ser reconocido como patriarca, estas dos ciudades habían sido rivales eclesiásticas. Se ha hecho men­ción de la diversidad de puntos de vista en la interpretación doctrinal entre las dos ciudades. Una de las causas de la influencia del obispo de Roma era que cada una de estas dos ciudades rivales procuraba el apoyo romano en su puesto contra el otro lado. Consecuentemente, las apelaciones al obispo romano venían frecuentemente.
El concilio de Nicea (325) reconoció la igualdad de los obispos de Roma, Antioquia, y Alejandría. El concilio de Constantinopla en 381 elevó al obispo de Constantinopla a la dignidad de patriarca, y el concilio de Calcedonia en 451 le dio ese puesto también al obispo de Jerusalén. Así hubo cinco fuertes obispos que eran potencialmente ri­vales por el primer lugar. El obispo romano tenía la gran ventaja. El era el único candidato de Occidente; la antigua y aguda rivalidad mantenía a los patriarcas en constante vigilancia, no fuera que uno obtuviera algún lugar favorable; la controversia constante y el cisma impedían la organización cuidadosa y la consolidación eclesiástica en Oriente. La principal oposición a Roma venía de Constantinopla por dos razones: primera, la situación política de Constantinopla le asegu­raba su prestigio y poder; y segunda, todos los rivales, excepto Cons­tantinopla, estaban abrumados por la invasión mahometana del siglo séptimo. Estos dos elementos merecen una breve discusión.

La invación mahometana

La Invasión Mahometana. — Los primeros años del siglo séptimo Produjeron un movimiento religioso y nacional que estaba destinado a afectar el cristianismo, tanto en Oriente como en Occidente, por casi mil años. Su fundador fue Mahoma (570-632), que en su juventud había sido un caballero y mercader en la Meca, Arabia. En sus via­jes por Palestina, Mahoma tuvo gran oportunidad de observar las religiones judía y cristiana y ver la influencia de la cultura griega y el gobierno romano. En 610 él proclamó una nueva religión que era una mezcla de elementos judíos, cristianos, griegos y romanos, junto con ideas y énfasis árabes. Su sistema incluía profetas del judaísmo (como Abraham y Moisés) y del cristianismo (Cristo), y líderes militares so­bresalientes de la historia pagana. El último y más grande profeta de Dios; sin embargo, era Mahoma, quien supuestamente era el Espíritu Santo prometido por Cristo.

El sistema mahometano era completamente fatalista—todas las cosas ya estaban determinadas. Las buenas obras de un individuo prueban que ha sido elegido para un paraíso de gozo sensual y carnal Estas buenas obras incluían oración, ayuno, limosnas y guerra contra los incrédulos. Después de la muerte de Mahoma en 632, sus seguido­res planearon la conquista del mundo. Atacando hacia el Occidente, los sarracenos invadieron Palestina y prácticamente todo el Oriente, ex­cepto Constantinopla. Dentro de cien años ya habían conquistado todo el Norte de África, habían cruzado el Estrecho de Gibraltar hacia Es­paña, y se habían guarnecido para la batalla cerca de Tours, Francia,


En 732 Carlos Martel se enfrentó a ellos en batalla y los derrotó en un encuentro crucial que determinó la cultura de Europa. Siete años des­pués, Carlos les infligió otra vez una severa derrota para salvar el con­tinente europeo de sus devastaciones. Como resultado de este movimiento, todos los rivales orientales de Roma fueron arrollados, excepto Constantinopla, que estaba bajo constante amenaza de invasión. En todas partes donde los mahometa­nos gobernaban, el cristianismo se estancaba por la rigurosa represión. Inapreciables manuscritos y libros cristianos fueron destruidos por los invasores en Palestina y Alejandría.

Renovación de la controversia Entre Oriente y Occidente

Las diversas controversias doctrinales de este período ya se dis­cutieron en el capítulo anterior. La amargura de estas luchas sirvió Para acentuar la rivalidad eclesiástica entre Constantinopla y Roma. Añadidas a estos factores estaban las diferencias raciales, la descon­fianza política (especialmente después que Carlomagno fue coronado en Roma el año 800), y las variaciones doctrinales y ceremoniales. Parecía que ocurriría un cisma permanente en el siglo IX. El Pa­triarca Focio de Constantinopla (858-67 y 878-86—dos veces en el ofi­cio) rechazó las pretensiones de los papas romanos e instituyó un vi­goroso programa para ganar los estados eslavos colindantes al cristia­nismo griego. Focio acusó a la iglesia romana de hereje en doctrina y práctica, particularmente por enmendar uno de los antiguos credos sin convocar a un concilio universal para discutir el asunto. El papa Nicolás I (858-67), sin embargo, fue uno de los papas medievales más capaces y mantuvo el prestigio romano. El asunto fue temporalmen­te empatado por el sínodo de Constantinopla en 869.
La controversia se renovó en el siglo IX, que trajo como re­sultado un cisma permanente entre el cristianismo latino y el griego. El patriarca Miguel Cerulario (1043-58) de Constantinopla delibera­damente presentó la ocasión para el cisma. El tenía la ambición de fo­mentar el oficio que tenía y pensaba que un rompimiento con el Oc­cidente ofrecería una oportunidad más grande de adelanto. Sin mu­cha dificultad pudo provocar la ira del papa León IX (1049-54).
En las conferencias para discutir la situación, las antiguas diferen­cias entre el culto oriental y occidental se debatieron. Roma usaba pan sin levadura; Constantinopla pan con levadura. Roma había añadido una palabra al Credo Niceno que enseñaba que el Espíritu Santo pro­cedía del Padre y del Hijo; Constantinopla negaba que pudieran ha­cerse adiciones al credo sin un concilio ecuménico. Roma mandaba el celibato del clero; Constantinopla permitía a sus clérigos inferiores ca­sarse. Roma permitía sólo a los obispos ungir en la confirmación; Cons­tantinopla les permitía a los sacerdotes hacerlo. Roma permitía el uso de la leche, la mantequilla y el queso durante la cuaresma; Constan­tinopla decía que no. Estas diferencias, sin embargo, no fueron la cau­sa del cisma que sucedió. Por un plan deliberado, los representantes romanos fueron irritados hasta el punto de romper las relaciones, y el 16 de julio de 1054 empezó el cisma. El Oriente y el Occidente se ex­comulgaron oficialmente uno a otro. Tal es la situación hasta el pre­sente, aunque se han hecho esfuerzos por suavizar la ruptura.

Los movimientos antipapales dentro de la iglesia Romana

Disensión del Catolicismo
Los disidentes del movimiento general hacia el cristianismo católico y católico romano. El montañismo, el novacianismo y el donatismo se mantuvieron a través de varios siglos de lucha. Los partidos nestoriano, monofisita, y monoteísta, denunciando tanto al catolicismo romano como al griego, han continuado hasta el presente tiempo con considerable fuerza.
Joviniano y Bigilancio. — Dos movimientos distintivamente antipapales aparecieron dentro de la iglesia romana en los siglos IV y V. Uno era encabezado por Joviniano de Roma (cerca del año 378), que amargamente denunció el movimiento hacia el ascetismo y la justicia por las obras. Su principal doctrina declaraba que un hombre salvo no necesita méritos de ayuno, separación del mundo y celibato. Un movimiento similar fue iniciado por Vigilancio (cerca de 395), que protestó fuertemente contra la veneración de reliquias, el ascetismo y el culto a las imágenes. El primero de estos movimientos fue condenado por el obispo Siricio de Roma (384-98) en un sínodo local, mientras que el segundo fue tragado por las inversiones bárbaras del siglo V.
Paulicianos. — Una de las minorías disidentes importantes del pe¬ríodo medieval era el de los llamados paulicianos. Los orígenes de este grupo son obscuros. Su posición doctrinal general sugería que habían surgido del cristianismo armenio primitivo. Su nombre venía o de su veneración por el apóstol Pablo, o por Pablo de Samosata, obispo de Antioquia hasta cerca del año 272. Generalmente se admite que en el siglo VII Constantino introdujo una reforma a un movimiento más antiguo, y no era el fundador. Los paulicianos se oponían amarga¬mente a las iglesias romana, griega y Armenia como "satánicas". Ellos consideraban a Cristo el hijo adoptivo de Dios. Su énfasis sobre el po¬der de Satanás les ha traído acusaciones de dualismo. Es incierto si ellos observaban las ordenanzas o las consideraban como elementos completamente espirituales. El apóstol Pablo era grandemente vene¬rado, y sus enseñanzas éticas y morales recibían mucho énfasis y eran practicadas. Su historia ha sido trágica. Excepto bajo los emperadores León el Isauro (717-41) y Constantino Coprónimo (741-75), eran ri¬gurosamente perseguidos. En su celo contra las imágenes tomaban el lado de los sarracenos y les ayudaban en la destrucción y el pillaje. En los siglos VIII y IX muchos paulicianos emigraron a Tracia y Bulgaria, v de allí a las regiones bajas del Danubio. Se piensa que los bogomilas de los Balcanes y los cataros del sur de Francia juntaron sus enseñanzas y continuaron su movimiento. Algunos piensan que los anabautistas fueron un producto de estas influencias.
OPOSICIÓN SECULAR A LA AUTORIDAD ROMANA
Cuando Constantino asumió una actitud amistosa hacia el cristianismo y se convirtió «n el único emperador en 323, se esperaba que la tensión entre el gobierno secular y el cristianismo fuera una cosa del pasado. Es cierto que Constantino pasó edictos imperiales para hacer posible que el cristianismo se desarrollara en una atmósfera fa¬vorable. Una de las razones para cambiar la capital del imperio a Constantinopla era que Roma estaba congestionada con templos y monumentos paganos. En el concilio de Nicea (325) Constantino mos¬tró una actitud paternal, y hasta su muerte en 337, cualesquiera que huiberan sido sus motivos, mantuvo una actitud singularmente cons¬tante hacia el movimiento cristiano. Después de la muerte de Cons¬tantino un segmento del cristianismo católico fue consciente del as¬pecto antagonista o represivo del poder secular por el resto del período. Antes de discutir ejemplos específicos de esto, es bueno dar un resumen del por qué apareció la oposición secular.

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Bienvenido a Haskala QUMRÁN :"La Historia es una sola que se entré tejé con la económia,cultura,creencias, política y Dios la sostiene en el hueco de su mano y tú eres uno de sus dedos"
Haskala Movimiento intelectual en judaísmo europeo del décimo octavo al diecinueveavo siglo. Intentó complementar estudios talmúdicos tradicionales con la educación.El Haskala a veces fue llamado a la aclaración judía. Originó en los judíos prósperos móviles sociales y reformas. Comenzó un renacimiento de la escritura hebrea, de la historia judía y del hebreo antiguo como medio para el restablecimiento del sentido nacional judío.

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