LAS RAÍCES DEL INTEGRISMO:
CATOLICISMO SOCIAL, INTEGRALISMO Y SECULARIZACIÓN
Toda la trayectoria de monseñor Benigni, como la de Poulat (1977a) ha sabido admirablemente reconstruírnosla, mostrando cómo el integrismo es, en su principio, una reacción a la crisis de legitimidad a la que está confrontado el catolicismo romano en el curso del siglo XIX, bajo el golpe de la laicidad. El primer enemigo que él encuentra en su camino es el liberalismo, y en particular, sus representantes en la Iglesia, quienes se califican de “católicos liberales” y aparecen a los ojos de aquellos que se dicen “intransigentes”, entre ellos Benigni, como una contradicción tanto desde el punto de vista político como del religioso (Poulat, Ibíd., 105).
Su determinación a rechazar el liberalismo y el principio de separación de la Iglesia y del Estado no tienen nada en particular de original, ya que es la posición oficial de la Iglesia, tal como surge del Syllabus de 1864. Pero Benigni no se limita a reafirmar lo que siempre ha sostenido el catolicismo tradicional, el cual, después del Concilio Vaticano I (1870), a propósito de lo que un autor comentó sobre una “gigantesca ausencia doctrinal de acción” (J. M. Aubert, citado por OSSIPOW 1979, 37), estaba condenado a entrar a jalones en la modernidad. El antiliberalismo de Benigni se ve ofensivo. Es por ello que preconiza resueltamente ocupar el campo social que el catolicismo había dejado bajo el electo del proceso de secularización. Y en un primer tiempo al menos, Benigni parece estar situado en la izquierda en compañía de aquéllos que él rechazará más tarde como modernistas, pero con quienes existen contactos hasta Pascendi (Poulat Ibíd., 206). Para Benigni los católicos de derecha son aquéllos que dan “de las apuestas al desorden establecido del liberalismo (...) sensibles a su fuerza aparente como si hubiera una salvación fuera de la Iglesia” (Ibíd., 95) y no los intransigentes.
Vale la pena aquí citar el extracto de un informe presentado por Georges Goyau en 1898 frente al Congreso de la Asociación Católica de la Juventud Francesa en el que presenta con la mayor nitidez el punto de partida de la intransigibilidad: “Este fondo común de rechazo en nombre de un ideal de sociedad que se adapta pero no se desarma, rechazo donde se afirma una voluntad de hacer el mundo de otro modo que las fuerzas no cristianas” (Ibíd., 111) y que definían muy exactamente este catolicismo social o integral del cual saldrán quienes se anatematizarán pronto mutuamente de “modernistas” y de “integristas”.
El “liberalismo” creaba dos compartimientos en la vida del alma humana: por una parte, la ciencia maestra exclusiva de la inteligencia, propietaria absoluta del pensamiento, así como de la conciencia; por otra parte la fe, suerte de locataria reducida al silencio, a la cual no estaba permitido mostrarse y afirmarse más que a la hora de la oración y a la hora de la misa. “El conservadurismo” por su lado, creaba los comportamientos en la vida de la nación; por una parte, el desarrollo industrial, exclusivamente regido, o más bien desencadenado sin freno por las leyes de la economía política, y por otra parte las afirmaciones de la moral católica, disminuidas y ensordecidas en nombre de una prudencia de conversión, imponían a los pobres el ser los resignados y proponían a los ricos el ser los caritativos. “Sed creyentes”, repitámonos voluntarios, y enseguida, por la fuerza de las costumbres “liberales”, se daba el triste ejemplo de poner a la ley de su parte, ¡y en qué mínima parte! “Sed practicantes”, añadía, y enseguida, por la fuerza de las costumbres conservadoras, no se creía contradecir al celebrar, apoyar y defender un régimen económico salido de los principios revolucionarios, y naturalmente hostiles al régimen social de la moral cristiana.
Delante de estos abismos de sutileza y de contradicción, de componendas y reticencias, los jóvenes declaran no comprender nada. Se es católico, o no se es; y si se es cristiano, se es integralmente lo que se debe ser (Ibíd., 194-195).
La apertura de la “cuestión social” de los integrales, encontraría en León XIII un apoyo comprensivo anclado en la determinación de no dejarse llevar por el desarrollo de la sociedad industrial, en cuanto que ésta imponía al cristianismo una especialización institucional de la religión. Resultado de la fragmentación de la economía y la política en relación a la empresa del cosmos sagrado, todo esto tenía, como consecuencia, forzar el repliegue de la aplicación de la moral cristiana a la esfera privada (Poulat, Ibíd., 109. Luckmann, 1972).
Es por ello también que el integralismo reduce “el principio del individualismo rebelde” (Ibíd., 318) porque representaría la consagración del aconfesionalismo que designa en el vocabulario de Benigni una religión en donde la significación subjetiva ha cesado de ser articulable a un sostén societario y a la orden institucional.
Hay que añadir que a los ojos de Benigni el socialismo no es condenable más que en tanto es la prolongación del liberalismo, algo así como su forma más acabada. Es entonces para él la aplicación absoluta del principio del individualismo liberal que llega hasta erradicar el cristianismo de la misma vida privada.
El avance del socialismo es para Benigni un peligro de dimensiones casi escatológicas, es la apostasía ante los ojos de Dios, el carácter propio del Anticristo, algo que “sin duda alguna... lleva seguramente a la ruina” (Ibíd., 319). Por esta razón, según él, hay que movilizarse, pero no como el derecho clásico en la ayuda de un partido del orden:
“De un partido del orden, capaz de restablecer la tranquilidad en medio de la perturbación general, no hay mas que uno: el partido de Dios. Es entonces al que hay que promover, es a él al que hay que llevar el mayor número de adherentes, por poco que tengamos fe en la seguridad pública” (Ibíd.).
Este pasaje ilustra particularmente y en forma concisa la radicalización del integrismo que pretende subvertir totalmente el campo político en nombre de Dios. Esta radicalidad está ligada, creemos nosotros, a la “escatologización” de la posición de un Benigni obligado a desertar del combate político clásico porque no puede encarnar su integralismobajo una forma institucional. Ésta es verdaderamente también la raíz de su adhesión al fascismo mussoliniano, no porque este último le satisfaciera, sino porque su advenimiento hace tábula raza de un sistema político donde no encuentra su lugar y lo lleva de prisa a la instauración de un partido del orden católico y a la redención final de la sociedad.
Comprendemos ahora cuál es el verdadero juego que separa a los modernistas de los integristas. No es en efecto la lucha entre tradición y modernidad, pero sí una apreciación divergente de los medios a los que la Iglesia Católica debe recurrir para reconquistar dicha modernidad; los primeros piensan que la Iglesia debe adaptarse a la definición republicana y laica del espacio público y que la exégesis católica tenía que casarse con las propuestas del “ateísmo científico” para poder conservar su credibilidad en su nuevo contexto. Los segundos, como Benigni, creen en la posibilidad para la Iglesia de estar presentes a su tiempo justamente porque “ella guarda conciencia de detentar por sí sola la legitimidad social, en virtud de su enraizamiento siempre profundo en la sociedad” (Ibíd., 231). Para los primeros, su lectura implica la posibilidad de insertarse en el juego político tal como es; para los políticos, la intransigencia exige precisamente la movilización y que esté presente en la Iglesia, y para la Iglesia el catolicismo no tiene un devenir demócrata. Es a la democracia cristiana a la que le toca llegar a ser católica (Ibíd., 302). Así, para los integristas no estamos en presencia de una bipolaridad entre los buenos conservadores y los integristas modernistas, pero sí en presencia de una estructura tripartita: a la derecha están aquellos que rechazan a sus tiempos y que ellos califican de tradicionalistas, y a la extrema izquierda aquellos que están dispuestos a sacrificar todo para acceder a la modernidad y a quienes llamarán modernistas porque se equivocan sobre sus tiempos. Entre ellos, está el justo equilibrio de los cristianos que como Benigni, se piensan de izquierda detrás del papa y contra los extremos, para la restauración de un orden cristiano, a lo cual la encíclica Rerum Novarum (1891) de León XIII dio un serio espaldarazo de entrada (Ibíd., 234, 242).
Pero entonces, ¿cómo es que Benigni al final de su vida se encuentra en la extrema derecha del campo político? Esta pregunta llama a otra a los ojos de Poulat: ¿Es él o el conjunto del contexto que ha derivado? Si Poulat tiende a responder que es la situación que se ha modificado alrededor de él, es para hacer hincapié en que su intransigencia no ha podido encontrar lugar en una Iglesia que “interioriza el psiquismo social exógeno” (Ibíd., 285) y que obliga al integrismo a dividirse; se encuentra entonces rechazado por encima de la derecha clásica hacia el fascismo como la única solución que le queda, en la medida en que Roma opta por un modernismo social apoyando el nacimiento de los sindicatos cristianos y de la democracia cristiana (Ibíd., 285, 333, 468, 473).
Esta tesis será confirmada por el hecho de que Benigni haya podido jugar un rol capital en la Secretaría de Estado en tanto que su posición antitradicionalista y antimodernista coincidían con aquella del gobierno del justo medio al que el Papa debía plegarse. Pero en el momento en que, bajo la presión de las nuevas relaciones sociales que entran en juego, el Vaticano debe de efectuar una especie de reconcentración a la izquierda, Benigni siente ceder el suelo bajo sus pies y llega a denunciar al enemigo al interior mismo de la curia, a la que tuvo que dejar en 1911 para proseguir su combate independiente.
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