Ignacio de Loyola, fundador de la Sociedad de Jesús nació en a en 1491. En la batalla de Pamplona con los franceses en 1521, herido tan severamente que ya no pudo seguir la carrera militar, tras convalecía leía leyendas sobre Francisco y Domingo, que descritos como soldados de Cristo. Loyola decidió convertirse en caballero de la virgen María. Después de su recuperación ingresó al monasterio dominicano de Manresa. Su profunda devoción lo llevó a peregrinar a Jerusalén en 1523. Incapaz de cumplir allí su misión como deseaba, procuró educarse y regresó a la escuela en Barcelona, a la edad treinta y seis años, para sentarse en clase con muchachos de años. Hizo rápidos progresos, y en 1528 entró a la Universidad de Allí juntó un pequeño grupo de seguidores, entre los que estaba primeramente Francisco Javier, y en 1534 el grupo hizo votos solemnes de trabajar en Jerusalén o en cualquier parte que el papa pudiera dirigirlos.
Tres años después se inició la expedición a Jerusalén, pero por causa de la guerra de los turcos fueron detenidos en Venecia. Aquí Loyola encontró a Caraffa y atrajo la atención de Contariní. El papa pablo III (1534-49) se impresionó con la capacidad de Loyola y con su devoción a la Iglesia Romana, y el 27 de septiembre de 1540 autorizo la Sociedad de Jesús. Originalmente se permitió sólo un número de miembros de sesenta. Dos años después se quitó esta limitación. Loyola fue escogido como primer general de la orden y tuvo ese puesto hasta su muerte en 1556.
Organización y Doctrinas. — El gran impacto de esta nueva orden puede verse en el hecho de que cuando el Concilio de Trento se reunió, solamente cinco años después de que la sociedad fue autorizada, fueron los jesuítas los que tuvieron la parte principal en este importante concilio. Esta sociedad ha sido la avanzada de algunas de las más grandes realizaciones de la Iglesia Católica Romana. La organización tenía una simplicidad militar: un general a la cabeza, provinciales sobre distritos geográficos, y un cuidadoso sistema de reclutamiento y entrenamiento. Ya para 1522-23 Loyola había empezado a preparar una serie de ejercicios espirituales para soldados cristianos. El manual delineaba un curso de cuatro semanas: veintiocho divisiones generales con cinco meditaciones, una cada hora, que cubrían todo el drama de la redención. Los novicios debían ser probados mediante difíciles, servicios por un período de dos años, y después eran promovidos, para ser eruditos, educados tanto en la enseñanza eclesiástica como en la secular. El siguiente paso era el de coadjutor. Este oficio se daba a los que eran escogidos y cuidadosamente preparados para servicio particular. Incluía a maestros, sacerdotes, misioneros, escritores, conferenciantes y consejeros. Después de un servicio largo y fiel, unos cuantos coadjutores podían ser admitidos al círculo interior de la sociedad, el de los profesores, de los cuales se escogían los oficiales generales.
El entrenamiento concienzudo y las normas éticas de los jesuítas rápidamente los colocaron en lugares directivos por toda Europa. Como confesores y abogados eclesiásticos influían grandemente a los príncipes católicos en los asuntos de estado; sus escuelas, su naturaleza transigente en el confesionario, su predicación hábil, y su celo misionero, les dieron amplia adhesión. Quizás la palabra "obediencia" es la palabra más grande en el jesuitismo. Loyola escribió en su Ejercicios Espirituales:
Que podamos ser completamente de la misma opinión y de conformidad con la iglesia misma, si ella hubiera definido algo como negro y a nuestros ojos aparece blanco, debemos de la misma manera decir que es negro. Porque debemos creer sin duda, que el Espíritu de nuestro Señor Jesucristo, y el Espíritu de la Iglesia Ortodoxa, su Esposa, por cuyo Espíritu somos gobernados y dirigidos a la salvación, es el mismo...
Y además, en la Constitución, se hace la siguiente declaración:
Que cada uno se persuada a sí mismo de que los que viven bajo obediencia deben dejarse dirigir y gobernar por la divina pro/videncia obra mediante sus Superiores exactamente como si fueran un cuerpo que se sufre a sí mismo para ser dirigido y manejado en la maque fuera; o exactamente como el bastón del anciano que sirve al lo tiene en su mano, dondequiera y como quiera que él desea usarlo…
Esta obediencia ciega demandaba renunciar a la conciencia individual. Otra norma moral inaceptable' de los jesuitas son las doctrinas del probabilismo (cualquier proceder puede ser justificado si se encuentra una autoridad en su favor), la del intencionalismo (si la intención es buena, deben pasarse por alto otras consideraciones), la las reservas mentales (no tiene que decirse necesariamente toda verdad, aun bajo juramento). Hay otras dos doctrinas que se atribuyen a los jesuitas, pero han sido negadas por sus dirigentes respondes. Una es que el fin justifica los medios; si el resultado es para la mayor gloria de Dios, entonces cualquier medio usado para alcanzares permitido. La otra es el asesinato de los tiranos. A pesar de las protestas de los jesuitas, hay evidencia de que estos últimos dos principios eran aceptables en el primer período de la historia dé la sociedad y, de hecho, están implícitas en las primeras tres de estas normas morales.
El Progreso de la Sociedad. — La sociedad hizo rápidos progresos
en Italia, Portugal, Bélgica, y Polonia. Sus mayores victorias fueron: ganadas en Alemania y Austria, donde, junto con las controversias luteranas, la Iglesia Católica Romana recuperó casi todo el territorio del sur de Alemania que la Reforma había enajenado. Las actividades de la sociedad tuvieron sólo éxito parcial en Francia hasta después de la muerte de Enrique IV (1589-1610), pero a partir de entonces los jesuitas gobernaron Francia hasta la Revolución Francesa. En Venecia, Inglaterra y Suecia, su programa no tuvo éxito de ninguna manera durante este período. Fieles al propósito original para el cual había sido fundada la sociedad, los jesuitas entraron activamente en la obra misionera. Aunque no les fue posible ir a Jerusalén, en 1542 Francisco Javier (1506-52) fue enviado a India y a Japón, donde por diez años trabajó sacrificial y heroicamente; en 1581 Mateo Ricci (1552-1610).
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