Al final del segundo siglo, hablando en lo general, el oficio de obispo había llegado a ser un tercer oficio eclesiástico. Esto significaba que en cada iglesia local, o diócesis, había tres grados de ministros: un obispo para sobrever todo y ejercer autoridad total, muchos presbíteros, y muchos diáconos. El oficio de obispo pronto creció más allá de los confines de una sola congregación. Cuando los cristianos eran pocos comparativamente, una iglesia podía ministrar a una ciudad entera. Cuando se organizaron nuevas congregaciones en diferentes secciones de ciudades donde ya había un obispo sirviendo, ocurrió una desviación significativa del concepto del Nuevo Testamento.
El plan del Nuevo Testamento requería que cada congregación tuviera su propio liderato y fuera independiente de cualquier autoridad de otra congregación. Lo que realmente ocurrió fue que en esas ciudades los obispos que ya estaban en servicio eran bastante influyentes para extender su jurisdicción hasta las nuevas congregaciones. Fueron ordenados nuevos presbíteros para proveer obreros para la nueva congregación, todo bajo la autoridad del obispo de esa ciudad. En Roma, por ejemplo, al finalizar el tercer siglo, había cuarenta congregaciones; cada congregación o parroquia tenía su propio presbítero o —como llegó a ser conocido-sacerdote. Y sobre toda la ciudad había un solo oficial administrador que llevaba el título de obispo. Los obispos de las ciudades influyentes pronto extendieron su autoridad en este aspecto para incluir las aldeas que circundaban las grandes ciudades. Aunque, sin embargo, hay escritos posteriores que identifican al obispo con una congregación local.
Para el Siglo IV la separación del oficio de obispo del de presbítero, y el desarrollo de una autoridad territorial sobre una gran área, era la situación normal. Los obispos más fuertes (los que asumían títulos adicionales tales como arzobispo —obispo gobernante, o patriarca— padre gobernante, o papa) presidían en grandes concilios a los que asistían, obispos y presbíteros de territorios adyacentes, y empezaron a esperar extender su jurisdicción aun más allá. El alcance de tal desarrollo puede verse en el sexto canon del primer concilio universal de Nicea en 325, que decía que de acuerdo con la costumbre el obispo de Alejandría ejercería autoridad sobre Egipto, Alejandría y Pentápolis; el obispo de Antioquia tendría autoridad similar en el área adyacente a su ciudad, y el obispo de Roma ejercería una influencia dominante sobre el territorio alrededor de su ciudad.
La influencia del obispo creció en otra dirección también. La iglesia era concebida ahora como una institución salvadora porque poseía los sacramentos salvadores del bautismo y de la cena del Señor. Pero, ¿quién dentro de la iglesia gobernaba estos sacramentos? El obispo, por supuesto. La idea de que sólo el obispo podía autorizar o administrar los sacramentos se hizo corriente; de esta manera el obispo personalmente poseía el poder esencial de la iglesia. Tal pensamiento fue fomentado grandemente durante las persecuciones y los movimientos heréticos. El obispo había sido metido en la posición de incorporar la fe cristiana. Los cristianos más fuertes habían sido colocados en ese oficio.
Durante las persecuciones los obispos recibían lo más duro de los ataques; durante los conflictos con la herejía se esperaba de ellos como si fueran los baluartes de la ortodoxia. Como resultado, el obispo se convirtió en la iglesia, tanto en el concepto popular como en la autoridad para gobernar sus poderes sacramentales. El obispo Cipriano de Cartago podía decir alrededor del año 250 que donde estaba el obispo, estaba la iglesia, y que no hay iglesia donde no hay obispo. Así puede verse que la naturaleza original de una iglesia neotestamentaria fue corrompida completamente. Ya no consistía de la congregación, porque el obispo era la iglesia. Ya no era un compañerismo; se había convertido en una institución salvadora. Sus ordenanzas se habían convertido en sacramentos salvadores, no en símbolos conmemorativos de Cristo. Su ministerio ya no estaba en dos oficios, sino en tres. Ya no era una democracia, sino una jerarquía.
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