Las controversias doctrinales en que los papas romanos se metieron tenían su fuente, como puede suponerse, principalmente en las especulaciones del Oriente. Estas controversias influyeron mucho, sin embargo, para que se establecieran relaciones eclesiásticas y seculares. En este período el papado se propuso declarar directamente su autoridad, no sólo sobre rivales eclesiásticos, sino también sobre poderes seculares.
Una de las primeras disputas sucedió cuando el patriarca de Constantinopla se negó a desterrar a un hereje. El papa Félix III (483-92) intentó excomulgar al patriarca, destituvéndolo del sacerdocio, y aislándolo de la comunión católica y de los fieles. Félix declaró que su autoridad como sucesor de Pedro lo capacitaba para hacerlo así. Sin embargo, hasta los obispos orientales que habían sido leales al papado informaron a Félix que él no tenía poder de esta clase, y que ellos escogían comunión con Constantinopla antes que con Roma. Por treinta y cinco años continuó este cisma. Mediante sagacidad política, un papa posterior arregló el cisma sin pérdida de dignidad.
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